07 Septiembre 2008

El suelo: prostituto de los neoliberales o el suelo por el suelo (2)

Repitiendo lo dicho en un artículo anterior, Santayana acuño la célebre frase: “Quien olvida su historia está condenado a repetirla”, sin embargo no nos advirtió que algunos diestros la “olvidan”, precisamente, para repetirla.

Para ilustrar nuevamente nuestro aserto, he aquí un relato de Vicente Pérez Rosales, quien- como agente del presidente Manuel Montt- se hizo cargo de la colonización alemana en el sur de Chile y conoció de cerca los talentos inmobiliarios de los diestros del Sur. A tanto llegarían sus penurias que, en un momento, con los alemanes desembarcando en Corral, aún no poseía tierra alguna que ofrecerles, porque los habitantes de Valdivia habían creído encontrar en los colonos alemanes la posibilidad de llenar sus bolsillos esquilmado y revendiendo terrenos que meses antes no tenían valor alguno, por ser terrenos incultos o propiedad ancestral de las comunidades indígenas. Uno de los orígenes de la muy privada propiedad privada (Chile) “Cupo al ilustre general Bulnes echar en Chile, la primera base de la inmigración extranjera con la promulgación de la Ley 18 de Noviembre de 1845, ley que manifiesta en claras y generosas cláusulas el modo y forma como debemos recibir, hospedar y fomentar en nues­tro suelo ese elemento de vida y de progreso. A la voz de inmigración, cada cual se había echado a apreciar, según su real modo de entender, los bienes o ma­les que podría ella introducir en Chile. Temían los católicos perder con ella la unidad religiosa. Los hacendados y los dueños de casa la aplaudían a dos manos, creyendo en el despanzurro que la inmigración abarataba los salarios, cosa que jamás se ha visto. Los comerciantes de Valdivia creyeron que con el au­mento de la población aumentaría el precio de sus mercaderías. Los propietarios de aquellos terrenos incultos que nada les producían y que ni siquiera habían visitado por impe­dírselo la enmarañada y sombría selva que los substraía hasta de la luz del sol, creyeron tener en cada propiedad un tesoro de forzosa adquisición para el Gobierno o para el recién llegado. Los especuladores que sólo buscan la más ventajosa co­locación de sus caudales, sólo vieron en la futura inmigra­ción la feliz oportunidad de acrecerlos, y sin perder mo­mentos, comenzaron a hacerse de cuantos terrenos aparen­tes para colocar colonos se encontraban en la provincia” (Vicente Pérez Rosales. Recuerdos del pasado. Editorial Zig Zag. Página 361) “Cuando algún vecino quería hacerse propietario exclusivo del alguno de los terrenos usufructuados en común por los indios, no tenía más que hacer que buscar al cacique más inmediato, embriagarle, o hacer que su agente se embriagase con el indio, poner a disposición de éste y de los suyos aguardiente barato y tal cual peso fuerte, y con sólo esto ya podía acu­dir ante un actuario público, con vendedor, con testigos o con informaciones juradas que acreditaban que lo que se vendía era legítima propiedad del vendedor. Ninguno obje­taba este modo de adquirir propiedades, cuyo valor se repar­tían amigables el supuesto dueño que vendía y los vena­les testigos que le acompañaban, por aquello de "hoy por ti y mañana por mí". La única dificultad que ofrecía siempre esta fácil y corriente maniobra era la designación de los límites del terreno que la venta adjudicaba, porque no era posible hacerla en medio de bosques donde muchas veces ni las aves encontraban suelo donde posarse. Pero como para todo hay remedio, menos para la muerte, he aquí el antídoto que empleaban unos para vender lo que no les pertenecía, y otros para adquirir, con simulacros de precio, lo que no podían ni debían comprar. Si el terreno vendido tenía en alguno de sus costados un río, un estero, un abra occidental de bosque, un camino o algo que pudiese ser designado con un nombre conocido, ya se consideraba vencida la dificultad. Medíase sobre esa base la extensión que se podía; si ella estaba al poniente del terreno, se sentaba que ésta se exten­día con la anchura del frente designado, hasta la cordillera nevada, sin acordarse de que con esto se podían llevar hasta ciudades enteras por delante; si el límite accesible se encon­traba al oriente, la cabecera occidental era el mar Pací­fico, y si al Sur o al Norte, unas veces se decía: desde allí hasta el Monte Verde, como si alguna vez esos bosques hubie­sen dejado de ser verdes; y otros sin términos, como aconte­cía con los títulos de un tal Chomba, que, bien analizados, adjudicaban a su feliz poseedor el derecho de una ancha faja de terrenos que, partiendo de las aguas del seno del Reloncaví, terminaba, por modestia, en el desierto de Atacama” (Vicente Pérez Rosales. Recuerdos del pasado. Editorial Zig Zag. Página 364) Héctor Arroyo Llanos Fundación Defendamos la Ciudad Montreal.07.09.2008



Inicia sesión para enviar comentarios