- Tengo algunas nuevas que darle- dijo Clancy con una media voz ronca y conspiratoria; y se cubrió la boca con la mano de modo que sus palabras y el olor de su cigarro llegaran sólo al señor Stoyte- ¿Recuerda Ud. a Tittelbaum?- añadió. - ¿Aquel muchacho del Departamento de Ingeniería Urbana?- Clancy cabeceó. -Uno de los muchachos- afirmó enigmáticamente, y volvió a guiñar el ojo. - Bueno y ¿qué hay de él?- preguntó el señor Stoyte. Clancy tomó del brazo al señor Stoyte y lo llevó unos pasos más allá. -¿Sabe Ud. lo que me ha dicho Tittelbaum hoy?. – Y ¿Cómo demonios lo voy a saber?. Sin amilanarse, Clancy agregó. - Me ha dicho lo que han decidido acerca de- bajó la voz aún más- acerca del Valle de San Felipe. - Bien; y ¿qué es lo qué han decidido?- el señor Stoyte estaba otra vez en los límites de la paciencia. – Pues han decidido- dijo muy lentamente- poner tuberías de conducción para llevar el agua hasta él. La exasperada expresión del señor Stoyte dio lugar al fin a otra de interés. - ¿Lo bastante para irrigar todo el valle?- preguntó. - Lo bastante para irrigar todo el valle- repitió solemnemente Clancy. - ¿Cuánto tiempo tenemos?- preguntó al fin. – Tittelbaum cree que la cosa no se hará pública durante unas seis semanas aún.- ¿Seis semanas? – el señor Stoyte titubeó por un instante, luego se decidió- Está bien. Ocúpate de ello inmediatamente. Ve tú mismo y lleva algunos muchachos contigo. Compradores independientes; interesados en la cría de ganado, quieren establecer una finca elegante. Compra cuanto puedas. A propósito, ¿cuál es el precio? - Doce dólares el acre, en promedio. - Doce- repitió el señor Stoyte, y reflexionó que subiría a cien tan pronto como instalaran la primera cañería- ¿Cuántos acres calculas que podrás comprar?- preguntó. – Quizá unos treinta mil. El rostro del señor Stoyte irradió satisfacción. – Bien- dijo con animación- Muy Bien. Ni mencionar mi nombre, por supuesto- añadió, y luego, sin pausa ni transición alguna- ¿Cuánto va a costar Tittelbaum?- Clancy sonrió despectivamente. - ¡Oh, le daré cuatrocientos o quinientos dólares! - ¿Nada más? (Viejo muere el cisne, Aldous Huxley. Editorial Losada. Contemporánea. Primera Parte. Capítulo III. Páginas 37 a 39) *********** El señor Stoyte había pasado la mañana en el Pabellón Beverly. Muy poco de su agrado, pues que sentía horror por los cementerios, incluso el suyo. Pero los requerimientos del lucro eran sagrados; el negocio era un deber al que había que sacrificar toda consideración meramente personal. Y ¡vaya si era negocio! El Pabellón Beverly era la mejor proposición, por lo que a bienes raíces se refiere, de todo el país. El terreno se compró durante la guerra a quinientos dólares el acre, se mejoró (mediante caminos, columbarios y estatuaria) hasta ponerlo a unos diez mil por acre, y se vendía ahora en solares para sepulcros a un tenor de ciento sesenta mil, por acre; y vendiéndose de prisa que todo el capital invertido estaba ya amortizado, de modo, que, de ahora en adelante, todo sería pura ganancia (Viejo muere el cisne, Aldous Huxley. Editorial Losada. Contemporánea. Segunda parte. Capítulo III. Página 194) *********** Cupo al ilustre general Bulnes echar en Chile, la primera base de la inmigración extranjera con la promulgación de la Ley 18 de Noviembre de 1845, ley que manifiesta en claras y generosas cláusulas el modo y forma como debemos recibir, hospedar y fomentar en nuestro suelo ese elemento de vida y de progreso. A la voz de inmigración, cada cual se había echado a apreciar, según su real modo de entender, los bienes o males que podría ella introducir en Chile. Temían los católicos perder con ella la unidad religiosa. Los hacendados y los dueños de casa la aplaudían a dos manos, creyendo en el despanzurro que la inmigración abarataba los salarios, cosa que jamás se ha visto. Los comerciantes de Valdivia creyeron que con el aumento de la población aumentaría el precio de sus mercaderías. Los propietarios de aquellos terrenos incultos que nada les producían y que ni siquiera habían visitado por impedírselo la enmarañada y sombría selva que los substraía hasta de la luz del sol, creyeron tener en cada propiedad un tesoro de forzosa adquisición para el Gobierno o para el recién llegado. Los especuladores que sólo buscan la más ventajosa colocación de sus caudales, sólo vieron en la futura inmigración la feliz oportunidad de acrecerlos, y sin perder momentos, comenzaron a hacerse de cuantos terrenos aparentes para colocar colonos se encontraban en la provincia (Vicente Pérez Rosales. Recuerdos del pasado. Editorial Zig Zag. Página 361) *********** Cuando algún vecino quería hacerse propietario exclusivo del alguno de los terrenos usufructuados en común por los indios, no tenía más que hacer que buscar al cacique más inmediato, embriagarle, o hacer que su agente se embriagase con el indio, poner a disposición de éste y de los suyos aguardiente baratito y tal cual peso fuerte, y con sólo esto ya podía acudir ante un actuario público, con vendedor, con testigos o con informaciones juradas que acreditaban que lo que se vendía era legítima propiedad del vendedor. Ninguno objetaba este modo de adquirir propiedades, cuyo valor se repartían amigables el supuesto dueño que vendía y los venales testigos que le acompañaban, por aquello de "hoy por ti y mañana por mí". La única dificultad que ofrecía siempre esta fácil y corriente maniobra era la designación de los límites del terreno que la venta adjudicaba, porque no era posible hacerla en medio de bosques donde muchas veces ni las aves encontraban suelo donde posarse. Pero como para todo hay remedio, menos para la muerte, he aquí el antídoto que empleaban unos para vender lo que no les pertenecía, y otros para adquirir, con simulacros de precio, lo que no podían ni debían comprar. Si el terreno vendido tenía en alguno de sus costados un río, un estero, una abra occidental de bosque, un camino o algo que pudiese ser designado con un nombre conocido, ya se consideraba vencida la dificultad. Medíase sobre esa base la extensión que se podía; si ella estaba al poniente del terreno, se sentaba que ésta se extendía con la anchura del frente designado, hasta la cordillera nevada, sin acordarse de que con esto se podían llevar hasta ciudades enteras por delante; si el límite accesible se encontraba al oriente, la cabecera occidental era el mar Pacífico, y si al Sur o al Norte, unas veces se decía: desde allí hasta el Monte Verde, como si alguna vez esos bosques hubiesen dejado de ser verdes; y otros sin términos, como acontecía con los títulos de un tal Chomba, que, bien analizados, adjudicaban a su feliz poseedor el derecho de una ancha faja de terrenos que, partiendo de las aguas del seno del Reloncaví, terminaba, por modestia, en el desierto de Atacama (Vicente Pérez Rosales. Recuerdos del pasado. Editorial Zig Zag. Página 364)