EL SUELO es un bien escaso y relevante. De su disponibilidad y uso depende el tipo de ciudad que tengamos. Los economistas clásicos, como David Ricardo y Adam Smith, le prestaron especial atención. Sus trabajos, aunque tratan de explicar las rentas agrícolas, advierten acerca de la particular condición que presenta: ser capaz de producir rentas que no dependen de la acción de su dueño.
Las más diversas legislaciones, en naciones de diversa matriz económica, grado de desarrollo y ubicación geográfica, han dado cuenta de esta importancia y se ocupan, por igual, del tema del suelo, planificando y regulando su uso, estableciendo requisitos para su urbanización, reservando espacios para fines públicos y vivienda social, buscando evitar y sancionar la especulación y, en general, asignando al Estado y sus órganos un rol relevante en la consecución de estos fines.
Chile, por el contrario, optó por el camino diverso. En los 70, con la dictadura, se liberalizó su mercado. Ello significó disminuir las trabas a su adquisición por particulares, flexibilizar las normas sobre su uso, reducir las condiciones para su edificabilidad y minimizar el rol garante y regulador del sector público.
Como resultado, nuestro país es hoy el paraíso de la inversión en suelo. Cualquiera compra indiscriminadamente, acumula, espera que el precio suba y edifica, o vende, quedándose casi en forma íntegra con la plusvalía, vale decir, el mayor valor obtenido entre la compra y la venta. La inexistencia de impuestos significativos y de otras herramientas de captura de éstos, hace que los particulares retengan para sí utilidades que en muchas partes del mundo son compartidas con la ciudad.
La razón es obvia. Generalmente, no fue la acción del privado dueño lo que motivó el alza en el precio, sino, en este caso, decisiones estatales para ampliar la red vial, llevar servicios como escuelas, salud, seguridad pública, iluminación, metro y otras las que generaron esa diferencia de valor.
La reforma tributaria en su versión original contenía instrumentos que apuntaban a combatir la especulación, favoreciendo la rotación de terrenos, compartir las plusvalías y desfavorecer la expansión del radio urbano. Se gravaba con IVA los loteos y se mejoraba la normativa sobre tributación de las ganancias de capital en los bienes raíces, dejando un margen exento bastante amplio -de 8.000 UF- para la enajenación del bien que constituyera la habitación de una familia.
En la discusión, el gobierno retrocedió en estos puntos. En la Comisión de Hacienda renunció a gravar con IVA y calificar de venta habitual la subdivisión de predios y su posterior venta en lotes. Antes, en el protocolo, aceptó no modificar la situación de las ganancias de capital de bienes adquiridos antes de 2004 y flexibilizó la exención, permitiendo cualquier número de enajenaciones y utilizar diversas fórmulas para determinar el precio de adquisición, que significan comenzar a computar las plusvalías desde la vigencia de la norma.
Una vez más fuimos derrotados. Se perdió una gran oportunidad, no tanto en lo recaudatorio, sino mucho más que eso, en sentar las bases para la construcción de una ciudad más sustentable y armónica.