En un mundo donde la información se expande a la velocidad de la luz, la ciudadanía preocupada y responsable aprende y sabe muchas cosas. Sabemos que las grandes masas forestales y selváticas se reducen peligrosamente afectando a especies animales y vegetales, que desaparecerán antes incluso de que sean descubiertas.
La tala de estos bosques o su contaminación por escapes de petróleo es, a su vez, causa de la aniquilación insonora de poblaciones humanas e indígenas que hicieron de la naturaleza su medio de vida. En el sur del sur de América, se rasgó la capa de ozono, un agujero que no se ve, pero que deja invidentes a ovejas y personas, con retinas atrofiadas por demasiada luz. Los mejores cursos de agua bajan llenos de plomo, arsénico y otras porquerías. Muchos se agotan y los riachue-los más modestos sólo fluyen de cuando en cuando.
Y desde luego todos y todas somos conscientes en ‘carne propia’ de los desordenes climáticos actuales. “Un frío estival y un cálido invierno”, dicen los meteorólogos de la televisión mostrando un almendro florecido adornado con bolas y estrellas por Navidad.
Sabemos, decía, de los problemas de maltratar a nuestro planeta y estamos defendiendo y exigiendo soluciones para frenar tanta degradación: proyectos para la protección de especies, técnicas de reciclaje, construcciones bioclimáticas, etcétera. Pero nos olvidamos de una propuesta: revisar nuestros patrones de agricultura y alimentación, pues, como vamos a ver, es responsable de la mitad de los gases efecto invernadero (GEI) que eclipsan el futuro al generar el mayor de los problemas ambientales, el cambio climático.
Para ello vamos a tomar un alimento producido bajo un modelo de agricultura, ganadería o pesca intensiva y globalizada, y a contabilizar desagregadamente dónde y cuántas emisiones de dióxido de carbono (CO2) ha generado, desde que se pensó en producirlo hasta que se consumió o desperdició. Veamos.
Hay que tener en cuenta los preliminares, cuando un empresario agrícola se sienta junto con sus asesores. “Mmm vamos a ver, este año la colza y la soya se venderán muy bien puesto que hay una gran demanda de biocombustibles”, dice. El técnico agrónomo sentado a su derecha hace un cálculo rápido y explica: “Necesitaremos nuevas tierras para tanta producción”. Y las excavadoras y las sierras mecánicas arrasan con todo sin detenerse en ningún valor ético ni ecológico. Contabilizar las emisiones que se producen por estos cambios en el uso del suelo suma entre 15 y 18 por ciento del total de emisiones de GEI.
Cuando se dispone de tierras, sisadas a la naturaleza o al pequeño campesinado, queda escoger cómo ponerlas a producir. La opción convencional o mayoritaria apuesta por monocultivos o ganadería estabulada, que funcionan con base en maquinaria pesada que se mueve con petróleo y fertilizantes, plaguicidas y demás insumos de base petroquímica. Estos procesos agrícolas industrializados acaban representando entre 11 y 15 por ciento del total de emisiones.
Muchos alimentos se han producido lejos de nuestras mesas, como los camarones producidos en Ecuador, transportados a Marruecos para su procesamiento, que luego se empaquetan en Ámsterdam para venderse en Barcelona. Aunque algunos medios de transporte son menos contaminantes, todos dependen del petróleo y finalmente contabilizan entre 5 y 6 por ciento de las emisiones totales. Muchos de estos alimentos, en el trayecto, en el comercio y en casa, requieren conservarse en frío. En estas fases, las estimaciones indican que se producen entre 2 y 4 por ciento del total de GEI.
Un modelo que exige tanta refrigeración es como una estufa para el planeta. Si miramos nuestras despensas tres cuartas partes de los alimentos que guardamos han sido procesados: calentados o congelados previamente para su conservación, en bandejas listas para el microndas o en cápsulas de aluminio para la cafetera. Esta serie de procesos, cuanto menos cuestionables, genera aproximadamente entre 8 y 10 por ciento de las emisiones.
Para acabar, el sistema alimentario industrial, aunque presume de eficiente, es todo lo contrario, y hemos de denunciar las enormes cantidades de alimentos producidos que finalmente no llegan a nuestros estómagos, que se despilfarran porque tienen taras, que se estropean en su maratón o que se tiran en el supermercado porque no se “acomodan” a sus requerimientos de venta. Gran parte de estos desperdicios se pudren en basureros produciendo entre 3 y 4 por ciento de GEI.
Entonces, si tomamos las seis fases en las que hemos fragmentado el sistema alimentario global y sumamos su responsabilidad en la crisis climática, podemos observar que producir y comer de esta forma nos lleva a generar como mínimo 44 y como máximo 57 por ciento de las emisiones de gases con efecto de invernadero producidas por el ser humano. Curioso pero real: cambiar el sistema agroalimentario es cambiar el destino del planeta.