16 Noviembre 2008

Odio al árbol

Carta al director de Pedro Gandolfo, publicada el 15 de noviembre 2008 en blogs de El Mercurio.

Carta al director de Pedro Gandolfo, publicada el 15 de noviembre de 2008 en blogs de El Mercurio. En las últimas semanas, muy de amanecida, se siente el rumor de sierras eléctricas. Es la hora del insomnio matutino. El Parque Forestal es muy bello en ese momento de la noche, y desde la terraza se puede disfrutar de los disímiles y frondosos árboles. Hay suficiente luz, y aunque está fresco, no hace frío. No tardo en ubicar a los ruidosos: una partida de funcionarios, armados con la mejor tecnología, celebra clandestinamente su aquelarre: la tala de un árbol. Hace un par de años que viene sucediendo. Al caminar por el parque al día siguiente, tropiezo con muñones de raíces rotas al aire, troncos mutilados en el suelo, astillas, restos de follaje. En la hermosa avenida de plátanos orientales, además de las muchas ramas aserradas, ya ralean árboles enteros. Seguro que habrá razones fundadas (¡termitas, termitas!), y no quiero pecar de ignorante. Pero aquí, en confianza, estimado lector, permítame dudar de los burócratas y no burócratas, tomando en cuenta los resulta-dos a la vista: somos afanosos para destruir y arrancar; lentos y poco imaginativos en conservar lo poco bueno que hay; nada respetuosos de los espacios públicos; con celeridad en autorizar edificaciones que no respetan la escala humana ni el contexto urbano; sin gusto y más bien propensos a un pragmatismo vulgar. Pienso, entonces, en este parque, diseñado por el francés Jorge Dubois, por mandato del intendente Enrique Cousiño, en los primeros años del siglo pasado. ¿Qué resta del proyecto original? ¿Quién y cómo se vela para que mantenga su esplendor? El parque responde a una refinada y específica visión del paisaje, en absoluto casual, reflejo de una época y su cultura. Ayer, otra vez creí oír el serrucho tenaz. En la duermevela, dudo ya si es real o si son perso-najes de unas obras de Chéjov (lecturas que venimos haciendo con un grupo de amigos) quienes me visitan. Recuerdo al bueno de Ástrov, de "Tío Vania", que amaba a los árboles y los cuidaba, pensando en las generaciones futuras, y, por cierto, "El huerto de los cerezos" y el ruido ominoso del hacha: los árboles son depósitos de tiempo y símbolos de una manera religiosa, habría que decir, de considerar a la vejez (se habla de bosques senescentes), no vista como mera decadencia, sino como acumulación invaluable de sentidos. Temo, no obstante, que sea verdadero aquel diagnóstico y casi maldición que Luis Oyarzún lanzara sobre Chile en sus diarios y, sobre todo, en "Defensa de la Tierra" (1973, Editorial Universitaria), libro que vale la pena leer y releer: el odio al árbol, que nos une a todos, sin excepción de clases y épocas.



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