Reflexión de José Zalaquett en El Mercurio on line el 03 de febrero de 2008. Aun en las democracias avanzadas suelen coexistir dos formas de captura del Estado. Una de ellas consiste en la influencia que ejercen los poderes fácticos para que se adopten medidas públicas que vayan en su beneficio o, al menos, que no contraríen seriamente sus intereses. La otra se da cuando los partidos que están en el gobierno favorecen indebidamente a su clientela política. Ahora, cuando son los poderes fácticos los que controlan el gobierno, la captura del Estado es, obviamente, completa y unilateral. En todo lugar, incluso en muchas democracias bien asentadas, los privilegiados consideran sus ventajas como derechos naturales. Se sienten dueños del país. Por su parte, quienes acceden al poder político por voto popular tienden a sentirse propietarios de los recursos del Estado. A los primeros les espanta la negligencia en el manejo de los fondos públicos, o bien el clientelismo y otras formas de corrupción de quienes detentan el gobierno. A los segundos les escandaliza el lobby espurio, los conflictos de intereses y el abuso de posiciones privilegiadas de parte del mundo empresarial. A las personas de a pie le atañen profundamente ambas cosas. En primer lugar, porque ellas son las que pagan los costos. Y también porque con frecuencia las dos formas de captura están enlazadas a través del financiamiento de la política por el aporte de los poderes económicos. ¿Significa todo esto que se debe decretar una suerte de empate moral entre estas dos modalidades de capturar el Estado? Nada de eso, por supuesto. Tampoco quiere decir que la opinión pública o los medios de comunicación no puedan denunciar ciertas prácticas ilícitas sin tener que proferir, en el mismo hálito, una condena en contra de las del otro lado. Lo que sí hay que tener en cuenta es que las dos formas de captura no sólo están vinculadas a través del financiamiento de la política por parte del mundo empresarial, sino que también tienen en común un aspecto, digamos... psicológico: los que profitan de lado y lado alivian su culpa (si es que la sienten de verdad) pensando que los otros también se aprovechan. Por esta vía, se va generando un verdadero círculo vicioso que termina por alimentar una cultura de la indolencia y la corrupción. De este modo, luego de cuatro períodos en el gobierno, muchos políticos y funcionarios de la Concertación acaban por identificar la utilización indebida de los recursos del Estado con las exigencias de "la política real" que los "puristas" no son capaces de entender. Por su parte, los que detentan el poder económico rechazan cualquier forma de prevención y sanción del abuso de sus posiciones privilegiadas, incluso las reglas que son de rutina en los sistemas más declaradamente capitalistas; les parece que éstas envuelven una sospecha inaceptable en contra de su honorabilidad. ¿Solución? La historia enseña que a los círculos viciosos se los puede revertir sólo con iniciativas muy enérgicas y creíbles. ¿No califican como tales los anuncios gubernamentales de grandes paquetes anti-corrupción? Por sí mismos, no bastan. Si el seguimiento de las medidas develadas no es suficientemente vigoroso y si las faltas que se siguen cometiendo no tienen consecuencias legales o políticas para los involucrados, pasa lo que ocurre con los remedios: cuando no matan al bicho, lo vuelven resistente. En suma, hace falta voluntad política genuina y ésta consiste en recorrer el trecho que va del dicho al hecho... aunque sea a despecho del más satisfecho.
04 Febrero 2008
Estado cautivo
Reflexión de José Zalaquett publicada en El Mercurio on line el 03 de febrero de 2008.
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