Columna de Cristián Warnken, publicada en El Mercurio, 22 de marzo de 2007. Ahí se acercan, los siento venir hacia mí, ávidos, rápidos, implacables. Descargarán sus golpes, su furia inmobiliaria, me arrancarán de cuajo un costado de mi cuerpo de pino oregón; de pronto ya no habrá techo, y el cielo esplenderá sobre mis entrañas impúdicamente expuestas. Y ahí estaré yo, el Café Riquet -digo con orgullo en voz alta mi nombre-, destripado, como un animal abatido en medio de la calle, con mis fieles vidrieras temblando de miedo. ¿O me quemarán primero, en la noche alevosa, como lo hicieron con mi viejo amigo, el Roland Bar, los pirómanos a sueldo? Algunos querrán maquillarme, y convertirme en un viejo patético, tratando de ser lo que no es, "reinventándose", como está tan de moda decir hoy. ¡Todos se reinventan hoy, pero yo quiero ser quien soy! La emoción se me sube a la cabeza, no sé qué estoy diciendo, pero entiendan el dolor de un lugar. Yo no lo sabía hasta ahora, porque vivía en un sueño inconsciente, en el que presente, pasado y futuro se mezclaban. Pero ahora que voy a morir, lo sé: los lugares también tienen vida y memoria... Estoy lleno de achaques propios de mi edad, carcomido por dentro por las termitas alemanas, pero hasta ellas no han permitido, en más de un siglo -a pesar de su hambre-, que yo me desmorone o desaparezca. ¿No hay consideración por este café viejo y leal? ¿No tiene piedad la parroquia de San Antonio -mi propietaria-, que ahora quiere venderme? ¿No son los lugares valiosos de una ciudad también lugares sagrados? ¿No he sido acaso confesionario, templo de conversaciones, altar de la amistad cívica, lugar de comunión de agnósticos y cristianos? ¡No puedo creerlo! ¿Qué dirá la distinguida señora María Teresa Browne, que me dejó en herencia en 1951? ¡De seguro estará llorando con todas esas damas viñamarinas de antaño, esas mismas que tuvieron una visión, un atisbo del paraíso, comiendo por décadas mi torta selva negra, "madeleine" del tiempo perdido de Valparaíso! Estoy hablando a tontas y a locas. Es que huelo al olvido venir con su guadaña a arrancarme de golpe de la plaza Aníbal Pinto, como se arranca la uña de la carne. Guillermo Splatz y Alberto Lüdemann, ¿dónde están? ¿Me escuchan? ¿Recuerdan cuando llegaron a Valparaíso, con la ilusión de los inmigrantes que encuentran, después de un largo viaje, la ciudad prometida? ¿Recuerdan cuando me soñaron en esta esquina? El "café prometido": eso fui para ustedes, que me bautizaron con nombre de bombón francés. ¿Era el mismo que regalaban a sus amores perdidos al otro lado del mar? Silencio... Ahí veo entrar al doctor Allende, viene preocupado. Yo sé que la torta de merengue-lúcuma servida por mis eternos mozos es lo único que calma esa tristeza indecible, que se le pegó alguna vez a su pinta de pije bien trajeado. Él no sabe que se sienta en la misma mesa donde el general Pinochet -también mi cliente fiel- pedirá la misma torta, años después. Me llevaré a la tumba todo lo que aquí se dijo, la traición y la lealtad, la pena, las promesas incumplidas, la indecible alegría y la fatiga de ser. Como la de Carlos León tomando un té "pelado", mirando desde una distancia fantasmal a los "habitués" anónimos y fieles, parroquianos de la religión de la amistad. ¿Qué ha ocurrido en este país, que ya nadie tiene tiempo para cultivar esa religión? ¿Quién se robó el tiempo que antes sobraba? ¡Pensar que no alcancé a cumplir 100 años, apenas la niñez para un café tradicional! ¿Qué dirían el Café San Marcos de Trieste o el Tortoni de Buenos Aires? ¡A ellos nadie se atrevería a cerrarlos, antes caería el gobierno! ¿Alguien escucha lo que estoy diciendo, o estoy solo, delirando, como un barco que apaga sus luces antes de hundirse para siempre en el mar? ¿Hay alguien ahí?...
22 Marzo 2007
Café Riquet (1931-...)
Columna de Cristián Warnken, publicada en El Mercurio, 22 de marzo de 2007.
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