1.- ¿Hay universidades que lucran en Chile?
“Las universidades privadas vuelven a tomar el protagonismo en el mundo de los negocios” comienza diciendo el artículo “Universidades: un mercado bullente”, publicado en Qué Pasa el 18 de junio del 2010. Luego alude a transacciones por “US$ 70 millones por el 60% de la Universidad Santo Tomás”, “US$ 40 millones por la Uniacc” y “alrededor de US$ 250 millones en la compra de las universidades Andrés Bello (2003), Las Américas (2006) y Viña del Mar (2009)”. Afirma que “ex controladores de la Universidad Andrés Bello”… que entraron a la propiedad de la San Sebastián… “han invertido cerca de US$ 100 millones”.
Más adelante señala: “La Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza (LOCE) establece que las universidades privadas son entidades sin fines de lucro, pero aquí hay bemoles…son pocas las que admiten que parte de sus utilidades terminan en dividendos para los accionistas”.
Se estima que “el mercado de las universidades privadas mueve entre US$ 1.800 millones y US$ 2.000 millones anuales… la rentabilidad… alcanza “al 15% o al 18%”. Según un rector entrevistado “el modelo de negocios es similar al retail. Parte importante de ‘las ventas’ están asociadas a los créditos que los mismos alumnos y sus familias piden a los bancos -o al Estado- para financiar sus estudios. Como las uuniversidades no pueden repartir dividendos, los dueños de estas entidades crean sociedades inmobiliarias, que son las que levantan los edificios en los cuales operan las casas de estudio…Y a través del arriendo obtienen dinero de las fundaciones educacionales. Es una fórmula para poder extraer los recursos que se han acumulado”, explica un actor de esta industria. Un ex controlador asegura que, “en algunos casos los centros de computación, los servicios de transporte y parte de las empresas externas -como los guardias- son propiedad de los dueños de las casa de estudio, quienes cobran por estos a la universidad”.
En una entrevista titulada “Cuarto mayor administrador de capital privado evalúa inversión en Chile”, publicada en El Mercurio(Economía y Negocios, 3 de junio del 2011), se preguntó a Henry Kravis -fundador y CEO de KKR: “¿Ha analizado oportunidades de inversión en Chile?”. “Efectivamente» -contestó-«…Volveré.» He quedado impresionado. Me junté con la gente del gobierno y Chile está en buen pie.” Y, luego, “¿Qué conversó con las autoridades?” Mr. Kravis responde: “Hablamos mucho sobre necesidades de infraestructura y de educación que Chile requiere. Nosotros tenemos tres universidades en Chile a través de Laurete Education (fondo que controla KKR), Andrés Bello, Universidad de las Américas y el instituto AIEP…Esa industria nos parece muy interesante”.
Sin duda, hubo aquí un problema de traducción. O, quizás, si no había traductor, fue un problema de acento. Sin duda, nuestras autoridades le explicaron a Mr. Kravis que en Chile, a diferencia de Estados Unidos, por ley las universidades no pueden ser negocios. Sin duda, Mr. Kravis no entendió bien. Pero Mr. Kravis lo que sí entiende -y muy bien- es qué es un negocio y qué no lo es. Es uno de los grandes de Wall Street. Y Mr. Kravis cree de buena fe que tiene en Chile un buen negocio, y lo dice. Lo que no le impide donar a universidades que realmente no tienen fines de lucro. Conoce perfectamente bien la diferencia. No hace mucho donó, por ejemplo, US$100 millones a Columbia University, donde estudió.
En una información divulgada por Reuters el 29 de marzo del 2012, se anuncia que “Laurate Education se prepara para una IPO” (Inicial Public Offering). Más adelante se lee que “los planes para un largamente anticipado IPO de Laureate llegan cuando en el mercado accionario de USA… las evaluaciones de compañías del mismo rubro han sido golpeadas debido a investigaciones de los reguladores, publicidad perjudicial y lento crecimiento. Laureate, sin embargo, tiene una fuerte exposición en mercados emergentes. La mitad de sus ingresos viene de México, Chile y Brasil, donde la educación post-secundaria está menos regulada, según una nota de Standard & Poor’s”. Más adelante afirma que KKR & Co LP (KKR.N) pagó “US$ 3.82 billones” por Laureate”. El consorcio que lidera KKR está integrado también por Citigroup Private Equity, S.A.C. Capital Management LLC, SPG Partners, Bregal Investments, Caisse de depot et placement du Québec, Sterling Capital, Southern Cross Capital, entre otros.
Si no estamos hablando aquí de negocios, ¿de qué estamos hablando?
Y a estas informaciones se podrían añadir las de CIPER y, por cierto, la investigación contenida en el libro El Negocio de las Universidades en Chile de María Olivia Monckeberg, recientemente reeditado.
2.- Las universidades tienen un estatuto jurídico particular
La ley chilena que establece que las universidades son corporaciones sin fines de lucro viene de 1981. Esto significa que los excedentes que existieren, una vez cubiertos los costos, no pueden ser distribuidos como utilidades entre los socios o controladores de la institución. Por el contrario, cualquiera sea su origen (donaciones, rentabilidad por inversiones, matrículas, servicios, aportes del Estado, u otros) han de ser destinados a la prosecución de su finalidad propia. Si por ejemplo, por la vía de una empresa suya que arrienda a la universidad los terrenos en los que funciona, un controlador lograra que una parte de los excedentes terminara en sus manos, se habría transgredido el principio de la no distribución de excedentes. Si eso sucede, la prohibición de lucrar pasa a ser inoperante, es letra muerta. Estos resquicios son triangulaciones que dejan a los mismos a ambos lados del mesón. Utilizar máquinas legales para convertir las universidades en inversiones o negocios es contrario al espíritu de la ley y constituye una actividad antijurídica.
La norma prohíbe el lucro; no sólo el lucro excesivo o abusivo. (Para esto último no sería necesario un estatuto jurídico especial).
Ello se establece anticipando un posible conflicto de interés entre los fines de la institución y los propios de los encargados de dicha corporación universitaria. Se trata de una norma prudencial. Como veremos, ello tiene su lógica.
Como he escrito en otra oportunidad, “¿puede una universidad estatal o una sin fines de lucro crear un empresa comercial que haga estudios (informes económicos, financieros, jurídicos, medioambientales, por ejemplo) remunerados por terceros y con ello complementen sus ingresos sus académicos y la universidad incremente los recursos con que cuenta para sus fines? Por cierto. ¿Puede una universidad de esa naturaleza permitir que sus docentes se agrupen y constituyan una sociedad comercial para prestar, por ejemplo, servicios médicos pagados por terceros? Por cierto. ¿Puede una universidad permitir que sus investigadores se asocien con una empresa comercial (un laboratorio, por ejemplo) y con la propia universidad para realizar determinadas investigaciones y, eventualmente, lucrar con la patente generada por la investigación de marras? Por cierto. En todos estos casos los universitarios involucrados están realizando actividades propias de un académico y allegando recursos para la universidad y/o mejorando sus ingresos por esa vía. Por cierto, pueden suscitarse conflictos de interés. Dependerá de cada universidad fijar los criterios que organicen y normen estas actividades que, prima facie, son no sólo perfectamente lícitas sino muchas veces convenientes para desarrollar la innovación y la investigación. No estoy seguro de que el Estado deba regular estas situaciones, pero tampoco lo excluyo de manera tajante. Es un asunto que merece un análisis pormenorizado».
Estas reflexiones, apuntan a situaciones que implican ingresos obtenidos por los controladores de la universidad -a su vez dueños de una empresa comercial- llevando a cabo actividades lucrativas no académicas y que celebra contratos con esa misma universidad.
Estas prácticas arteras violentan el espíritu de la ley y alimentan la desconfianza no sólo respecto del comportamiento de los empresarios en este rubro específico sino que más allá de él. Comienza así la deslegitimación de la empresa privada en otras áreas aunque en ellas marche bien. Son situaciones agraviantes que tienden a producir un efecto dominó. Nada se saca con cerrar los ojos. Esto mancha al empresariado. Sobre todo ante la juventud. Ello tendrá consecuencias. De hecho, las está teniendo ya.
Nunca ha habido en Chile universidades con fines de lucro. Hasta 1981 las universidades se creaban por ley y todas las privadas fundadas de este modo -la PUC, la Universidad de Concepción, la Universidad Austral, la Federico Santa María- fueron instituciones sin fines de lucro. Uno podría afirmar que en Chile nunca se pensó permitir universidades con fines de lucro. Cuando se reformó la LOCE, durante el gobierno de Michelle Bachelet, esa norma no se cambió.
Los títulos universitarios son reconocidos por el Estado y, por lo tanto, estas prácticas atentan contra la fe pública. Estos títulos sólo pueden concedidos por las universidades. Las universidades tienen un régimen legal especial: no pagan impuestos de primera categoría, no pagan IVA por sus servicios, no pagan la contribución de bienes raíces y pueden recibir donaciones que las empresas descuentan, en parte, de su renta imponible. Las empresas inmobiliarias que arriendan a instituciones educacionales no pagan el impuesto a los bienes raíces. Las universidades pueden obtener recursos del Estado para la investigación vía los concursos de Conycit y sus alumnos vulnerables -según la última propuesta del Gobierno, en principio, hasta un 60% del total- financiarían sus estudios con becas y préstamos blandos (2% de interés) avalados por el Estado y que, según dicha propuesta, se devolverían en cuotas relativas al ingreso del titulado y en cualquier caso a los quince años la deuda se extinguiría. Las universidades están sometidas a un sistema de acreditación que depende del Estado.
3.- ¿Tiene algo peculiar la educación universitaria?
La pregunta es cuál es el fundamento de este régimen jurídico de excepción. El asunto obliga a reflexionar acerca de la naturaleza de la educación.
¿Por qué el lucro se permite si se trata de un fármaco riesgoso -un psicotrópico, por ejemplo- y no en una universidad? ¿Por qué financia el Estado la construcción de viviendas sociales y permite que su construcción sea realizada por empresas privadas comerciales y no sucede lo mismo en las universidades? ¿No hay aquí una contradicción? ¿No hay aquí un viejo prejuicio y nada más? Quienes son partidarios de las universidades con fines de lucro razonan por analogía. Lo que resulta en ciertos mercados -si son competitivos- como el de la ropa, los jabones o los preuniversitarios, por ejemplo, debe resultar también en el campo universitario. Mal que mal el ser humano es el mismo. Los incentivos que funcionan aquí deben funcionar allá.
Los preuniversitarios y las escuelas de idiomas, por ejemplo, son instituciones educacionales, pero no están sometidos a un estatuto jurídico específico y tienen fines de lucro. Funcionan razonablemente bien.
Lo que caracteriza a una universidad es el carácter multidimensional de su educación. La formación tiene una parte privada y una parte pública. El estudiante que se gradúa en derecho en esta Facultad, debiera por un lado ser capaz de ganarse la vida como abogado. Por otro, ha de haber sido educado como persona y como ciudadano, y como ciudadano que tendrá un peso especial por su educación. “La educación superior -escribe Martha Naussbaum- prepara a los estudiantes… para una carrera, pero también para ser ciudadanos y para vivir”. La conducta profesional interesa no sólo a él y a sus clientes sino que al país. El clima de juridicidad o anti-juridicidad imperante, por ejemplo, depende en importante medida de cómo se comportan los abogados, qué censuran, qué toleran y qué celebran.
Ese joven abogado no sólo será un profesional y un ciudadano sino que una persona que toma decisiones, que ama, tiene hijos, amigos y amigas, tiempo libre, aficiones, y que tendrá logros y decepciones, alegrías y sufrimientos. La universidad debe acompañar, creo, al joven en ese periodo crucial en el que va pasando de su última adolescencia hasta el preludio de sus días como joven adulto. Estos años universitarios son los de las grandes preguntas, las que apuntan al sentido de lo que hacemos y queremos de nuestras vidas.
He hecho clases de filosofía en la Escuela de Ingeniería Civil de la Universidad de Chile, y he visto cómo, pese a que algunos alumnos llegan a la clase exhaustos y con irrefrenables ganas y necesidad, incluso, de dormir, surgen allí inquietudes e interrogantes verdaderamente filosóficas que se plantean con inteligencia y naturalidad. Y he comprobado con qué seriedad, con qué genuina curiosidad intelectual pueden estudiar estas materias.
“Nunca he encontrado, escribe Andrew Delbanco, una mejor formulación –‘muéstrame cómo pensar y cómo elegir’- de lo que una universidad debe tratar de ser: una ayuda para la reflexión, un lugar y un proceso mediante el cual la gente joven hace un balance de sus talentos y pasiones y empieza a ordenar su vida de una manera que es verdadera para ellos y responsable respecto de los demás”. Es un grave error -diría que a veces es la marca de un prejuicio clasista- pensar que una educación así sólo es para los privilegiados. Al contrario. Nuestra tarea es darle a grupos amplios de estudiantes este tipo de educación.
La instrucción que imparte un preuniversitario o una escuela de idiomas, en cambio, es reducible a un conjunto de conocimientos que pueden identificarse y medirse con bastante precisión. Un preuniversitario no se ocupa de formar a una persona, a un ciudadano. La universidad sí.
Una institución educacional con fines de lucro funciona bien cuando puede medir sus resultados. Porque logradas las metas propuestas, el dueño tiene derecho, entonces, al excedente. Es lo que ocurre en una escuela de idiomas. El alumno puede evaluar razonablemente bien los resultados de la instrucción. También podría hacerlo una agencia del Estado. Es lo que ocurre cuando una empresa constructora hace casas con subsidios estatales. Las especificaciones permiten a los funcionarios del Estado verificar con suficiente precisión si la casa cumple o no con lo que se pedía.
En los procesos educacionales complejos eso no es posible. Por ejemplo, en el proceso educacional más importante: la paternidad y la maternidad. No se puede reducir lo que debe hacer un padre a un conjunto de variables que podríamos medir y evaluar. Hay algo que escapa a todo indicador. Por eso no tendría sentido contratar a un padre (es el tipo de cuestión que explora Michael Sandel en su último libro). No es que no se pueda. Podríamos contratar a un padre y fijar una pluralidad de variables y sus ponderaciones en función de las cuales se evaluaría su rendimiento. Podría suceder que ese padre lograra un excelente rendimiento en todos los indicadores, superior incluso al de una muestra representativa de los padres normales. Y sin embargo… Lo que quiero decir es que un padre contratado para serlo, no es un padre. Eso, lo que hace un padre, no se hace por dinero. No es cuestión de “resultados”. Si una persona llegara a ser para un niño, para un adolescente, un verdadero padre o madre y descubriera después que ese padre, que esa madre lo hizo por dinero, creo que ese joven sentiría que ha sido engañado.
Quiero decir que -aunque ciertamente el caso no es tan extremo como el anterior- para el educador, en los momentos en que es propiamente un educador, educar es una extensión de la paternidad o de la maternidad. Tal vez por eso la cuestión del lucro en la educación suscite tantas aprehensiones y preguntas hasta hoy y desde tan antiguo. Ya Sócrates ironizó a los sofistas por supeditar la educación al lucro y vender saberes que no tenían, en otras palabras, por “pasar gato por liebre”. El sofista, según Platón, es criticado por ser un “cazador de jóvenes ricos”, un “mercader (emporos) de los conocimientos del alma” y un “mercachifle (kapelos) de estos mismos conocimientos”. Xenofonte los ve como “meretrices del saber”. Haya sido justa o injusta la acusación, nos dice algo acerca del concepto de educación. Me gustaría invitarlos a reflexionar y discutir sobre esto.
Por cierto, en la universidad se puede y debe evaluar el conocimiento de los alumnos en determinadas materias. Pero siempre importantes dimensiones quedan fuera y -asunto delicado- se afecta el modo en que se educa. Si la prueba controla material aprendido de memoria, el alumno va a memorizar. Si se trata de trabajos escritos y razonados, el alumno se ejercitará en ello. La importancia y multiplicación de pruebas de opción múltiple hace que la educación devenga un adiestramiento para ese tipo de pruebas. La medición altera lo medido. No es neutra. Todo profesor lo sabe.
Analizando los efectos negativos del programa No Child Left Behind del ex presidente George Bush, Diane Ravitch ha escrito: “Las pruebas que se usan fueron diseñadas con propósitos específicos: medir si los niños pueden leer y hacer matemáticas, e incluso en esto deben ser usadas con atención a sus limitaciones y variabilidad. No fueron diseñadas para capturar las dimensiones más importantes de la educación, para lo cual no tenemos mediciones”. Estas pruebas tienen consecuencias, según el programa No Child Left Behind, en el sueldo de los profesores y permiten cerrar escuelas. El ejemplo de Finlandia muestra que hay mejores maneras de mejorar la educación. “Cuando definimos -dice Diane Ravitch- lo que importa en educación sólo en función de lo que podemos medir, estamos en serios problemas”. Sabemos bien a qué se refiere: en Chile se empieza hablando de la importancia de la educación y en un dos por tres, como si fuera una ecuación, estamos hablando del SIMCE. Lo que dice para los colegios vale igualmente para la universidad.
Por supuesto esta idea, de que lo no medible, lo no cuantificable, sea lo principal de la educación encuentra hoy formidables resistencias. Y hay algo que decir a favor de esas resistencias. Detrás de la búsqueda de mediciones hay una voluntad de mejorar la educación, de presionar al profesor flojo, de premiar al diligente. Y a veces la falta de medición excusa la indolencia. En ciertas situaciones, el empleo de pruebas de opción múltiple bien diseñadas es conveniente, incluso, indispensable. Con todo, se ha ido imponiendo en distintas partes del mundo algo que va más allá: una visión fabril de la educación. Sus productos, se piensa, deben ser sometidos a controles de calidad tal como los productos de una fábrica. Y para eso están las pruebas estandarizadas y otros indicadores. El predominio de esta mentalidad hace que lo que no se mide, se deje de lado.
En el trasfondo presiento una ruda metafísica positivista. Sólo existe lo que se puede medir y calcular. El atractivo es la posibilidad de transformación. Lo que mido es, como creo que intuyó Heidegger, lo que puedo tratar como material que moldeará mi voluntad. Es decir, lo que puedo medir es lo que puedo dominar. Los gobiernos tienen una tendencia natural a preferir esta mediciones porque ellas son mecanismos de control. A través de ellas extienden su dominio. Si el dinero del Estado fluye a lo medible, fluye a lo controlable. Por eso lo que está en juego en estas discusiones tiene que ver con la libertad de la universidad. Estos espacios de lo no medible son los espacios de nuestra verdadera libertad.
¿Cómo medir el efecto de un foro como este, organizado por estudiantes para discutir el lucro en la educación? Y, sin embargo, es a través de actividades como esta cómo se va construyendo lo que Habermas llama el “espacio público”, es decir, el lugar de la conversación y deliberación de temas cívicos. Y es ese espacio público lo que nutre la democracia.
En la educación, como ha señalado Fernando Atria, importa a menudo más el proceso que el producto. ¿Cómo evaluar si hemos aprendido a disentir? A juicio de Naussbaum “el pensamiento socrático es importante en cualquier democracia… La idea de que uno debe hacerse responsable de su propio razonamiento, e intercambiar ideas con otros en una atmósfera de mutuo respeto por la razón, es esencial para la resolución pacífica de las diferencias”. Sin embargo, “esta habilidad para pensar y argumentar por sí mismo le parece a mucha gente algo descartable si lo que queremos son resultados vendibles de naturaleza cuantificable. Más aún, es difícil medir la habilidad socrática a través de pruebas estandarizadas. Sólo una matizada evaluación cualitativa en el intercambio en la clase y los trabajos escritos de los alumnos podrían decirnos hasta qué punto los estudiantes han aprendido las destrezas de la argumentación crítica”.
Según esta filósofa, “el cultivo de la imaginación está estrechamente ligado a la capacidad socrática para criticar las tradiciones muertas e inadecuadas, y provee un cimiento esencial para esta actividad crítica. Uno difícilmente puede tratar a la posición intelectual de otra persona con respeto si uno al menos no intenta ver qué visión de mundo y en general qué experiencias la generaron”. Y para ello Naussbaum cree que la clave son las artes y la literatura. Es decir, sumergirse en el mundo de la ficción es parte de la formación de la persona en la universidad y también del ciudadano de una democracia. Porque la literatura y las artes ayudan a imaginar lo que son las demás personas, lo que es vivir desde sus vidas, y muestran la diversidad y multiplicidad que se esconde en el interior de cada ser humano. El cultivo de la imaginación nos acerca a la aventura que es descubrir y crear en cualquier actividad humana.
Los gobiernos, en general, tienen poco interés en desarrollar las humanidades y las artes en la universidad. Incluso las autoridades universitarias, a veces, prefieren escuelas fuertemente profesionalizantes en las que los estudiantes puedan ser domesticados por aprendizajes agobiantes que refrenan, por importunas, las preguntas e indagaciones más fundamentales que se plantean típicamente a esa edad. Y esas son, por cierto, las grandes interrogantes humanas -muchas de ellas de tonalidad ética- que debieran constituir el horizonte de la universidad. Pero, claro, el lenguaje tecnocratizante trata de esquivarlas. Son “cuestiones inagarrables”, piensan, inmersos como están en una visión fabril de la universidad y de la vida. No obstante, la actual presidenta de Harvard University, Drew Gilpin Faust, en un artículo publicado en el New York Times (1 de septiembre 2009) afirmó que “las universidades intentan ser productoras no sólo del conocimiento sino que (a menudo algo inconveniente) de la duda. Son lugares creativos y desordenados, casas de una polifonía de voces”. Y más adelante: “Los seres humanos necesitan sentido, comprensión, y perspectiva así como también empleos”. Para la presidenta de Harvard “las universidades son para bastante más que para la utilidad medible… Ni las cuestiones permanentes de la indagación humanística ni el sinuoso camino de la investigación científica que conducen a la postre a la innovación y al descubrimiento pueden calzar con pulcritud en un presupuesto y una agenda predecibles”.
Un enfoque así choca con esa mentalidad fabril que predomina hoy cuando se habla de educación. Y, sin embargo, una universidad así concebida lidera en el mundo virtualmente todos los rankings que usan los interesados en las mediciones, atrae a los jóvenes más capaces, sus titulados consiguen excelentes trabajos -por cierto también en Wall Street- y es a la que los empresarios le quieren donar más… «There are more things in heaven an earth, Horatio,/ Than are dreamt of in your philosophy»(Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio,/ Que las que se sueñan en tu filosofía).
Estas consideraciones dan una idea de las peculiaridades de la universidad y acerca de por qué requiere un estatuto jurídico especial. A diferencia, entonces, de lo que ocurre con un preuniversitario o una escuela de idiomas -y desde luego, con una empresa constructora que hace casas subsidiadas por el Estado- lo más importante de la educación propiamente universitaria no se puede medir de manera objetiva. Se puede evaluar sólo hasta cierto punto, y de modo cualitativo, imperfecto y parcial. Las mediciones de actividades universitarias susceptibles de evaluación cuantitativa -en cuanto tengan consecuencias- modifican la educación y tienden a concentrarla en lo que se mide. Se corre entonces el riesgo de reducir, tergiversar y degradar el sentido mismo de la educación universitaria. Por lo tanto, estas mediciones -aunque útiles y necesarias- han de ser empleadas con mucho tino y parquedad.
4.- Las universidad provee bienes individuales y públicos
La educación universitaria ha sido financiada desde hace muchos siglos tanto por benefactores particulares o mecenas como por el Estado. En la antigua Roma, por ejemplo, como cuenta el historiador Henri-Irénée Marrou, los emperadores Vespasiano y Adriano instituyeron cátedras en Roma y en Atenas. Pero, por ejemplo, Plinio el Joven, un mecenas importante, instituyó una cátedra con su propio dinero. La Universidad de Constantinopla, fundada por Teodosio II el año 425, se financia con recursos del Estado. Pero, por otra parte, en Roma la educación técnica, principalmente la instrucción de los escribientes, era organizada de manera comercial. La situación no ha cambiado demasiado, pareciera. ¿Cuál es la lógica que lo explica?
La educación propiamente universitaria promueve, a la vez, bienes individuales (el joven se prepara para ejercer una profesión y se cultiva como persona) y públicos (se cultiva como ciudadano). Además, la universidad que investiga es un vivero de ideas y, eventualmente, de hallazgos y descubrimientos. En otras palabras, la universidad produce bienes públicos. Por eso tiene derecho al financiamiento del Estado.
Si una universidad forma buenos ciudadanos ello tenderá a mejorar las decisiones políticas y las instituciones de la sociedad. Si estudios y seminarios suyos abordan temas políticos, económicos y sociales, si la universidad se constituye en “un espacio público”, en el sentido de Habermas, si aporta a la construcción de lo que lo que Robert Putnam ha llamado el “capital social produce, en el cumplimiento de sus tareas más propias y clásicas, un bien público de gran valor para la democracia. Economistas como Acemoglu y Robinson, por ejemplo, sostienen en un libro reciente que lo que explica el desarrollo de ciertos países y el retraso de otros es, simplemente, su institucionalidad: ‘Los países difieren en su éxito económico por sus diferentes instituciones, ya que sus reglas influencian cómo funciona la economía, y los incentivos que motivan a la gente’”.Típicamente, como sabemos, los bienes públicos o son financiados por el Estado o por benefactores. O la cátedra la financia el emperador Adriano o el mecenas Plinio el Joven. O, por cierto, una combinación de ambos como ocurría en Roma y ocurre hoy con frecuencia en los Estados Unidos.
Un alumno, al considerar su propio beneficios, tiene dificultades para averiguar si la enseñanza de neurología de la universidad A o B es mejor o peor. Hay una enorme asimetría de información, lo cual lo hace más vulnerable al engaño que cuando está, digamos, comprando calcetines. Es más fácil para una universidad “pasar gato por liebre” que para un fabricante de calcetines.
Sin embargo, ¿qué sucede, por ejemplo, en el caso de los fármacos psicotrópicos? El paciente no está en condiciones de evaluarlos. Pero una agencia estatal certifica su calidad y su administración queda en manos de los médicos. ¿No puede hacerse lo mismo con las universidades? ¿No puede el Estado fijar metas y controlar su cumplimiento? Sólo hasta cierto punto. Los sistemas de acreditación estatal, los rankings, los índices de selectividad, la publicidad de los ingresos de los graduados, las publicaciones, y otras, aunque útiles, son meras aproximaciones. Los criterios son laxos, inexactos y de menor amplitud, es decir, lo que se evalúa, es incompleto y reductor. Para lo más importante, simplemente, no disponemos de medidas.
Si los calcetines que compró el joven se rompen al poco andar, la próxima vez ensayará otra marca. En cambio, el tiempo que toman los estudios universitarios es mayor y su oportunidad es más limitada. El titulado, a veces, sólo cuando consiga trabajo podrá empezar a evaluar cómo fueron sus estudios. En ese momento ya es de inmenso costo volver a empezar. Es decir, hay cierta irreversibilidad. Y dos personas, una con una buena educación y otra con una mala, tienden a tener productividades distintas por el resto de sus vidas.
Todo lo anterior indica que la educación tiene particularidades que es conveniente considerar a la hora de diseñar políticas universitarias. Aunque para muchos sea más atractivo suponer que hay un sólo modelo explicativo. Lo contrario es molesto porque le quita simplicidad a la teoría (pero ya los bancos y el sistema financiero requieren de minuciosas regulaciones especiales que le quitan simplicidad al esquema general). No obstante, algunas mentalidades se apegan como lapas a la rocas cuando encuentran una teoría que lo explica todo. Ante la diversidad de la experiencia humana se resisten y prefieren quedarse adheridos a su roca. Pero en este caso, la analogía con las viviendas sociales construidas por empresas constructoras, con los preuniversitarios y escuelas de idiomas, pasa por alto lo propio de la educación. Tal razonamiento por analogía es cómodo, pero simplista.
Dado el peso de las asimetrías señaladas, en principio, el estudiante está más protegido en una institución sin fines de lucro. Porque la cláusula de no distribución de excedentes, afirma Brian Pusser “remueve la posibilidad de que el afán de lucro incentive a los productores a explotar a sus consumidores”. Es una norma prudencial específica.
5.- ¿Qué ha sucedido, entre tanto, en Estados Unidos?
Como se sabe, allí conviven universidades estatales, privadas sin fines de lucro y privadas con fines de lucro. La ley lo permite. Las con fines de lucro no gozan, por cierto, de exenciones tributarias ni de beneficios para los que les donan. Funcionan como empresas comerciales. Con todo, se someten a ciertas reglas especiales (acreditación, por ejemplo) y reciben alumnos con becas y créditos subsidiados por el Estado.
University of Phoenix del Apollo Group, con más de 250 mil estudiantes en Estados Unidos, es la más exitosa de las con fines de lucro. Un 69% de sus alumnos ha trabajado a tiempo completo nueve o más años. Son personas de bajos ingresos y con créditos o becas del gobierno. No hay selección para el ingreso. El alumno comienza en cualquier momento del año y planifica con un tutor todos los cursos que conducirán al título o certificado que busca. Los primeros cursos comenzarán para él a la semana siguiente. Es decir, no hay semestres o trimestres comunes. El alumno toma dos cursos a la vez, generalmente vespertinos, que duran cinco o seis semanas. El programa está centralizado y no depende del profesor. Casi la mitad de las carreras que se ofrecen en pregrado son de negocios o administración. No hay medicina. Tampoco derecho. Es, en verdad, un centro de capacitación y reciclaje laboral.
Si uno hubiera comprado US$10 mil dólares en acciones de Apollo en 1994, diez años después habrían valido más de un millón de dólares (US$ 1,034,743), afirma el economista David Breneman. La compañía ha sido bien rentable.
Según Breneman, las universidades “con fines de lucro han detectado con éxito nichos de mercado en áreas profesional/técnicas específicas, pero estos mercados tienen límites naturales, el mayor potencial para estas instituciones ha de estar en el exterior, en países en desarrollo”.
Se discute bastante acerca de estos colleges y universidades, en términos de su costo e impacto en los ingresos futuros vis- à-vis instituciones similares.
En Estados Unidos hay muchas instituciones con fines de lucro que no reciben alumnos con financiamiento estatal. Una investigación reciente de Riegg Cellini y Goldin concluye que si se comparan los costos de la matrícula se comprueba que en el subsector con fines de lucro y apoyo financiero del Estado el cobro es “aproximadamente un 75% más alto” que en instituciones similares con fines de lucro y sin apoyo estatal. Otro estudio, de Kevin Lang y Russell Weinstein, después de llamar a la cautela por las limitaciones de la investigación, afirma que “nuestros resultados sugieren con fuerza que, incluso después de controlar por una amplia gama de variables relativas al medio socioeconómico, los alumnos de las instituciones con fines de lucro no se benefician más y a menudo se benefician menos de su educación que alumnos aparentemente similares de instituciones sin fines de lucro y públicas”. Otro estudio, de David J. Deming, Claudia Goldin, y Lawrence F. Katz, concluye que la gran proporción de becas y créditos estudiantiles del Estado que capturan muchas de estas universidades “les ha permitido proveer destrezas a poblaciones desaventajadas… Pero sus estudiantes terminan más endeudados, experimentan mayor desempleo después de dejar la escuela, y, cuando lo consiguen, obtienen menores ingresos que estudiantes similares de instituciones públicas y de instituciones sin fines de lucro. No sorprende que los estudiantes de instituciones con fines de lucro tengan mayores porcentajes de morosidad en sus deudas y estén menos satisfechos con su experiencia…”. Por tanto, incluso la rentabilidad comparada de los colleges con fines de lucro para sus graduados parece estar en entredicho.
El jurista Richard Posner, un partidario de las universidades con fines de lucro, cree, sin embargo, que el fraude es “más probable” en estas instituciones que en las sin fines de lucro: “Primero, porque los consumidores servidos por estas instituciones son menos sofisticados que los consumidores (los estudiantes y sus familias) de los servicios educacionales que proveen las instituciones establecidas. Segundo, las instituciones establecidas tienen más capital en reputación que una empresa nueva; por tanto, el fraude y otras formas de mal comportamiento son más costosas para ellas y hacen mayores esfuerzos para prevenirlos…”
El año 2004 el Ministerio de Educación de Estados Unidos informó que Phoenix University pagaba promotores en función del número de alumnos reclutados, lo que viola una norma de elegibilidad para recibir estudiantes con créditos y becas gubernamentales. En general, según Breneman “la tentación de explotar las diferencias de información disponible para el estudiante potencial y el oferente, y la naturaleza del servicio provisto, indican que la producción con fines de lucro y la venta de servicios educacionales está repleta de oportunidades para un comportamiento menos que ético, en particular cuando un tercero (el gobierno federal) está pagando gran parte del servicio”. En buen romance, en este rubro es muy fácil “pasar gato por liebre”. A partir de entonces se ha producido en Estados Unidos una avalancha de denuncias e investigaciones debidas a prácticas ilegales y abusivas en universidades con fines de lucro.
El prestigioso hedge fund manager de Wall Street, Steve Eisman, afirmó que las universidades con fines de lucro “son socialmente tan destructivas como la industria hipotecaria sub-prime”. Según The Economist, el sistema ha estado funcionando así: “Los clientes llegan a los colleges con fines de lucro por millones. Con ellos llegan billones de dólares de becas y préstamos federales, que se derraman en los cofres de las compañías. Los subsidios estatales pueden proveer hasta el 90% del ingreso; el gobierno asume los riesgos del no pago de las deudas. Este modelo de negocios le ha servido bastante a las firmas. Su efecto en los estudiantes y en los contribuyentes no es tan claro”. De las investigaciones realizadas en la educación post-secundaria por el Ministerio de Educación, el 70% se refieren a universidades con fines de lucro. “El año 2009 Apollo Group aceptó pagar una multa de US$ 78.5 millones”.
Ahora hay 21 fiscales generales (attorney generals) investigando denuncias de fraudes e ilegalidades de universidades con fines de lucro. Los últimos escándalos se refieren a engañifas destinadas a atraer a los soldados que vuelven de Afganistán e Iraq. Ha disminuido la matrícula y ha caído el valor accionario de las respectivas compañías. El gobierno ha elevado las exigencias para que las instituciones puedan recibir alumnos con becas o créditos subsidiados. ¿Será suficiente?
6.- Finalmente, ¿alguna lección para Chile?
Nuestro sistema hace que los incentivos para explotar las asimetrías de información sean mayores que si las universidades con fines de lucro fueran legales. Los controladores de las universidades pueden gozar a la vez de las ventajas de las universidades sin fines de lucro y de las de las empresas comerciales.
Si las universidades con y sin fines de lucro se confunden, ¿no se daña a las sin fines de lucro genuinas? ¿A la hora de donar no debieran ser menos generosos sus ex alumnos si ven que la universidad de al lado recurre a inversionistas que aportan recursos a cambio de una rentabilidad y no necesita mendigar donaciones? ¿Para qué donar a una institución que podría ganarse ese dinero como cualquier empresa? ¿Quién le quiere donar a Citibank? ¿No tiene ventajas la universidad que, además de los beneficios tributarios de las sin fines de lucro, puede acudir a los inversionistas del mercado de capitales? Las malas prácticas establecidas conspiran en contra de la creación de una verdadera cultura de la filantropía en el campo universitario, algo que -como salta a la vista- el país necesita con urgencia. En esto debiéramos poner hoy especial énfasis.
Es muy positivo, como se repite tanto, que seis de cada diez estudiantes sea de primera generación en la universidad. Sabemos que las universidades que la Comisión Invstigadora de la Educación Superior de la Cámara de Diputados presume que de hecho tienen fines de lucro, han jugado un papel decisivo en esta vertiginosa expansión. Por ejemplo, las madres de más de un 40% de los titulados de la Universidad de las Américas no tuvo educación superior. En el caso de la Universidad Santo Tomás esa cifra llega al 60 por ciento.
Sabemos que el crédito blando y con aval del Estado ha potenciado este proceso. En efecto, desde que en 2006 se creó el CAE (Crédito con Aval del Estado) para las universidades no tradicionales el número de sedes pasó de 2.030 en el 2005 a 3.107 en el 2011, un aumento de 53% en seis años (datos del Ministerio de Educación).
Pero los estudios del economista Sergio Urzúa indican que, desde el punto de vista de la rentabilidad de la educación universitaria, cerca de un 40% de los titulados chilenos salen para atrás. El sistema no da para más y requiere cambios profundos.
La experiencia de los Estados Unidos -y de nuestro país- revela que es difícil y costoso regular y vigilar a las universidades con fines de lucro. Posiblemente Estados Unidos todavía no haya encontrado un buen sistema para hacerlo y la judicialización de los conflictos continúe.
Una universidad constituida como negocio debiera tender a explotar economías de escala y ofrecer una enseñanza estandarizada. Más que una institución de formación personal y ciudadana, y de investigación, será una institución de instrucción. Se centrará más en el alumno, entendido como consumidor. Más que motivar nuevas inquietudes se interesará en las que ya existen. La universidad se ocupará más de satisfacer las preferencias del estudiante que de cuestionarlas, más de ofrecerle lo que escoge que de enseñarle “cómo pensar y cómo escoger”. Le convendrá, quizás, contratar algunos profesores-estrella que ayuden a darle credibilidad y desarrollar, tal vez, algunas líneas de investigación que le permitan proyectar una imagen de universidad propiamente tal. Una universidad de esta naturaleza puede establecer, tal como una escuela de idiomas, indicadores objetivos que permitan evaluar con bastante precisión la calidad de su instrucción, sus resultados. Y en ello puede tener, por cierto, muchísimo éxito. Ese no es el punto.
Por supuesto, caben posibilidades intermedias. Por ejemplo, que la búsqueda del lucro coexista con un afán ideológico, educacional o religioso, de tal modo que los dueños sacrifiquen una parte de sus ganancias en pos de esos otros objetivos. Pero salvo excepciones -y una golondrina no hace el verano-, estos casos híbridos durarán mientras tengan el control los fundadores. Al pasar a la segunda generación lo probable es que deban elegir entre el modelo de una universidad sin fines de lucro o el de una universidad de verdad dedicada al lucro. Es lo que tiende a ocurrir con los colegios particulares pagados que en Chile no han estado prohibidos. Es frecuente que el maestro fundador lo organice como una entidad con fines de lucro -a menudo porque es más sencillo legalmente y su gobierno tiene menores costos de transacción que organizar una fundación sin fines del lucro- y, no obstante, se comporte como lo haría el rector de un colegio sin fines de lucro. Esta fórmula híbrida difícilmente podrá trasladarse a sus herederos. Hay excepciones, claro. Pero a larga, o se organizan como instituciones sin fines de lucro, o pasan a ser administrados como empresas lucrativas o desaparecen. Tarde o temprano hay que abordar el paso de una autoridad carismática a una de tipo institucional. Es la ventaja que tienen las congregaciones religiosas: la institución está ahí desde el comienzo. Si uno observa los colegios independientes ingleses se encuentra con lo mismo: los más prestigiados de ellos están en manos de instituciones sin fines de lucro o de congregaciones.
Las universidades con fines de lucro tienden a parecerse a los preuniversitarios. Son instituciones más de adiestramiento e instrucción que universidades en sentido propio. Su aporte a la generación de bienes públicos, de existir, tenderá a ser muy magro. Si queremos honrar el principio de la libertad de enseñanza y permitirlas por ley debieran organizarse como empresas comerciales, perder los privilegios de las sin fines de lucro y quedar sometidas a un severísimo estatuto especial diseñado con esmero. Sabemos por qué es necesario actuar con cautela y extremar la vigilancia. Será arduo y costoso. En cualquier caso, la tergiversación del espíritu de la ley que hemos vivido hace que esto no tenga viabilidad política ninguna.
A menudo se sobrestima la capacidad fiscalizadora del Estado y se subestima la astucia del mercader de la educación que conoce su negocio mejor que el funcionario que lo vigila. Ocurre en el proyecto de ley que crea una Superintendencia de Educación Superior presentado por el gobierno. Aunque la intención haya sido otra y, salvo cambios sustanciales, de aprobarse, legitimará el statu quo.
El proyecto, como señalé el 3 de enero pasado ante la Comisión de Educación del Senado, permite “que sociedades relacionadas con los controladores de la corporación sin fines de lucro, lucren a través de contratos celebrados con la universidad, siempre y cuando se cumplan algunas condiciones”.
“La primera, de fondo, es que, el precio sea el de mercado (Artículo 66 C). El fundamento es que si, por ejemplo, el arriendo de un bien raíz de propiedad de los controladores de la universidad, es arrendado por la universidad y el canon es el de mercado es indiferente para la universidad quienes son los dueños del bien raíz”.
“La segunda, de procedimiento, es que dicha transacción con sociedades relacionadas debe ser aprobada por la mayoría de los directores y no pueden votar los directores que forman parte de la sociedad relacionada (Artículo 66 D). Deben también aprobarla la mayoría de los directores independientes. El fundamento es que estos directores independientes y quienes no tienen un interés económico en la celebración del contrato dan garantías de “ecuanimidad”.
¿Da suficientes garantías el proyecto? Parece que no. El valor de mercado del arriendo de un campus universitario siempre será una cuestión debatible. ¿Cuántos campus se ofrecen en arriendo en un momento dado? Hay que tomar en cuenta el número de alumnos, las salas de clases, los patios, las oficinas, laboratorios, biblioteca, baños, en fin. “¿Puede hablarse en este caso de un mercado de arriendos propiamente tal y, por tanto, de un canon de mercado? ¿No ocurrirá, más bien, que muchas veces la universidad estará virtualmente cautiva y en manos de su arrendador? Descartando abusos flagrantes, ¿es realista suponer que los funcionarios de la futura Superintendencia podrían demostrar que la universidad está pagando un arriendo excesivo?”
El gerente estará en ventaja desde el punto de vista de la información y será de su interés satisfacer el interés de los controladores. Quedará atrapado en un conflicto de interés: ¿privilegia los intereses de la universidad o los de los controladores de quienes dependen sus bonos, su sueldo, en fin, su puesto?
Luego, ¿qué motivación tendrán los directores independientes para informarse y contradecir la opinión del gerente y la de los socios interesados y controladores de la universidad que -aunque no voten- argumentarán y defenderán sus intereses? Los independientes pueden estar en minoría. Han sido nombrados (y pueden ser removidos) por los controladores, es posible que reciban una dieta y seguramente son amigos. ¿Estarán dispuestos a decir que no? ¿El temor a los controles y sanciones de la Superintendencia será tan grande? No parece probable. “Puede perseguirse la responsabilidad civil de uno de los directores, pero el artículo 66 i establece que queda inhabilitado para hacerlo quien haya concurrido a la aprobación de la operación. ¿No es un incentivo para que los acuerdos se tomen por unanimidad y todos los directores queden inhabilitados para perseguir judicialmente la responsabilidad civil?”.
¿Es práctico poner fin al arriendo? La administración puede tener buenas razones para oponerse. El traslado a un nuevo campus es costoso. El barrio no es indiferente para nadie.
En suma, el proyecto no asegura el cumplimiento de la ley que prohíbe el lucro en las universidades. Por la vía de sociedades relacionadas seguirá ocurriendo lo que ha ocurrido y el mensaje anuncia que se quiere evitar.
La dificultad de comprobar el daño a la universidad es lo que aconseja el establecimiento de la norma preventiva.
¿Por qué no prohibir de una buena vez los negocios con sociedades relacionadas y evitar así toda esta alambicada maquinaria de regulación y control? Eso cortaría el problema de raíz. La fundamentación sería prudencial y preventiva dada las dificultades que tienen la regulación y el control en esta área. Sería como la norma que prohíbe que un parlamentario sea director de un banco.
¿Cómo transitar gradual y ordenadamente, evitando dañar a los alumnos, desde la anómala situación actual -que se ha hecho manifiestamente insostenible- a una en la que las universidades no puedan contratar con empresas relacionadas? La ley debiera dar un plazo largo para que la universidad compre los bienes raíces que arrienda a empresas relacionadas. Y otorgarle al Estado -quizás a una comisión de especialistas nombrados por diferentes órganos del Estado- facultades para controlar el precio, las condiciones de ese traspaso y monitorear el proceso. En caso extremo debiera ser posible intervenir transitoriamente la universidad. Lo planteo como tema de discusión.
Quisiera dejarlos con una reflexión final. A veces, las autoridades de los gobiernos de turno se refieren a la universidad en términos que dejan flotando en el aire la sensación de que su misión se reduce a contribuir al crecimiento económico. A veces, uno siente que lo que buscan -quizás desaprensivamente- es conseguir que la universidad sirva a sus planes económicos y políticos. A veces, por la vía oblicua del financiamiento proponen, quizás sin darse mucho cuenta, una universidad sumisa, instrumental, servil, domesticada por los poderosos de la temporada. Pero sabemos, como prometió Andrés Bello el día de su fundación, que la libertad “será sin duda el tema de la universidad”. No debemos doblegarnos. A nosotros nos toca estar a la altura de esa promesa. ¡Non serviam!
Arturo Fontaine es Director del Centro de Estudios Públicos (CEP), profesor del Departamento de Filosofía de la Universidad de Chile y escritor. Su última novela es La vida doble (Tusquets). Este texto es su intervención en el Foro “Propuestas Para una nueva Superintendencia de Educación Superior”, organizado por el Centro de Alumnos de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile el 12 de julio de 2012, en el que participó junto a Fernando Atria (autor de La Mala Educación) y Esteban Serey.