22 Abril 2015

La comisión Engel y el acto más corrupto

Columna opinión de Sergio Fernández Figueroa publicado en El Mostrador el 22 de abril 2015.

Tal como ocurrió durante su primera magistratura (donde usó el recurso para enfrentar a la movilización pingüina), apenas los hediondos efluvios del pozo sin fondo de la corruptela amenazaron con ahogarla, Michelle Bachelet, nuestra Michelle, formó una comisión.

Como bien sabemos, la anterior experiencia ―el Consejo Asesor Presidencial de la Educación― fue inútil. Por las razones que fueren, se hizo caso omiso de los informes que dicho organismo generó (usted, ¿los conoce?; ¿alguna vez los leyó?, ¿ha escuchado a alguien mencionarlos por estas fechas?; ¿son, todavía, atingentes?), y estos pasaron a abultar aún más la ya repleta papelera de documentos inservibles de nuestra administración pública (que incluye, entre otras joyas, los “copy and paste” con que se respaldan muchos pagos de honorarios; algo parecido a lo que ocurre en Soquimich, pero a nivel del Estado, ¿me entiende?).

Es preciso reconocer, sin embargo, que bajo la óptica bacheletiana el asunto dio resultado. La comisión cumplió el rol de tapón, como el del volcán Villarrica, impidiendo que la lava del descontento social saliera a la luz y postergando la erupción hasta el Gobierno siguiente. Así, fue Piñera quien pagó el pato, no Michelle.

¿Será ese, nuevamente, el propósito de nuestra Presidenta? ¿Taponear el descontento social? ¿Ganar tiempo? ¿Qué cree usted?

Y, como corresponde, dejé para el final al peor de todos, a la guinda de la torta, al acto más corrupto. ¿Cuál es? Pues, es aquel que se comete cuando todos los políticos se ponen de acuerdo y generan normas y mecanismos destinados a hacer borrón y cuenta nueva; a tapar sus acciones ilícitas e ilegales para no tener que responder por ellas; a cubrir para siempre sus felonías, chanchullos y eventuales delitos. Es el acto más corrupto, el peor de todos, porque es la clase política completa la que aprovecha su posición de poder para abusar de la ciudadanía, para ponernos el pie encima, para hacernos ver que nuestros derechos son en verdad irrelevantes, porque basta con que ellos se pongan de acuerdo y pueden conculcarlos sin dificultad alguna.

ESAS HORRIBLES SEÑALES

La evidencia disponible, qué quiere que le diga, es absolutamente condenatoria. El asunto, como buena letrina campestre, no huele bien. Los movimientos del Gobierno y de las fuerzas de la Nueva Mayoría y de la Alianza, mancomunados en este caso, parecen confluir hacia un asqueroso arreglín. Tal parece que lo que pretende nuestra Presidenta es que no sepamos los nombres de todos los parlamentarios involucrados en delitos; que estos no sean, en consecuencia, juzgados ni sancionados; que no se conozca el detalle completo de las empresas que participaron en este ilegal e inmoral sistema de financiamiento electoral; y que estas no asuman las consecuencias de sus actos. Solo de esa manera se explica que Michel Jorratt –que depende de ella y, en consecuencia, recibe y cumple sus órdenes– no entregue a la Fiscalía la lista completa de los políticos que recibieron, directa o indirectamente, financiamiento de Soquimich, ni el detalle de los correspondientes documentos de respaldo; y que no denuncie a esas doscientas empresas defraudadoras que dice haber detectado. En definitiva, según parece, es Michelle, con la complicidad de Michel, quien nos oculta la verdad.

UN PAÍS DISTINTO

Si ese fuese el caso ―si Michelle pretendiese enterrar toda esta podredumbre y proponernos un “borrón y cuenta nueva”―, habría que advertirle que el escenario hoy no es el mismo. El 2011 Chile comenzó a cambiar y, como consecuencia de ello, hoy es un país muy diferente a lo que era el 2006: más avizor, mejor informado, mucho más consciente de sus derechos, más empoderado y, sobre todo, más quisquilloso, severo y exigente. De manera que las recetas que entonces funcionaban, con casi plena certeza, hoy ya no lo hacen. Si antes aguantábamos estoicamente que nos metieran el brazo completo en la boca, hoy difícilmente toleramos la mano (nos falta todavía, la cocina de Zaldívar y la reforma al sistema binominal son ejemplos de ello, pero vamos por buen camino). Si Michelle pretende faltarnos el respeto ocultándonos lo sucedido, si intenta abusar de nosotros por esa vía, no la tendrá tan fácil. Ya lo verá usted.

Y la misma advertencia habría que hacerle al recién creado “Consejo Asesor contra los conflictos de interés, el tráfico de influencia y la corrupción”. Quienes lo conforman, deberían tener muy presente que hoy los ojos de la sociedad están más abiertos; que habrá más gente entendida mirando, escarbando, indagando, evaluando y, sobre todo, comentando su cometido; que el escrutinio será implacable, y se trasmitirá a velocidades pasmosas por las redes sociales; que lo que el Consejo plantee, el diagnóstico que efectúe, los problemas que identifique y las soluciones que proponga estarán, como nunca, en boca de todos. De manera que el asunto no es gratis. Los miembros del Consejo se juegan aquí parte de su bien ganado prestigio. Si no actúan en consecuencia, si, por las razones que sea (incluidas las de Estado), no van al fondo del asunto, no saldrán indemnes. No, señor.

EL ESCENARIO ACTUAL

Creo que usted concordará conmigo si asevero que el escenario actual en materia de corrupción es terrorífico. Todos los días se destapan nuevos casos de políticos involucrados, ya sea de manera directa o por medio de familiares y subordinados, en el delictual mecanismo de financiamiento político que destapó Hugo Bravo. Los desesperados intentos, tanto del oficialismo como de la oposición, por impedir que se conozca toda la verdad, que se descubran todas las aristas y se investigue a la totalidad de los implicados, se suceden uno tras otro. El SII oculta información, complicando con ello el avance de las pesquisas. Hay partidos políticos enteros carcomidos hasta los cimientos por la podredumbre. Y suma y sigue.

Y todo ello ocurre pese a que aún la caja de Pandora no está del todo abierta. No sabemos, por ejemplo, cuántas operaciones del tipo Caval se han efectuado en el pasado reciente (y es poco probable que la UDI, que parece haber participado en todas, acceda a compartir esa información). Tampoco si los demás grupos económicos tenían montados mecanismos de defraudación fiscal similares a los de Penta y Soquimich para financiar a los políticos. Y menos aún, por cierto, cuál es la real motivación de los controladores de dichas empresas para entregarles recursos tan cuantiosos a candidatos y partidos cuyos discursos, en ocasiones, están en las antípodas de sus propias ideas. Y así sucesivamente.

A toda esta porquería se suma la actitud, tanto o más grave que los hechos mismos, de los políticos involucrados. Ellos, casi sin excepción, nos tratan como si fuéramos subnormales. Esgrimen, sin arrugarse, explicaciones inverosímiles, absurdas y hasta ridículas, y suponen que nos las tragaremos sin siquiera masticarlas. Procuran convencernos, por ejemplo, de que Soquimich adquiría informes a destajo, pagados a precios millonarios y elaborados por los adversarios políticos de sus controladores, porque le eran indispensables para su gestión. Intentan persuadirnos de que los informes de Jorratt y Peñailillo le eran tan imprescindibles al recaudador Martelli, que estuvo dispuesto a título de nada, y pese a que nunca los utilizó para ningún propósito, a desembolsar por ellos las suculentas cifras que reflejan los documentos de respaldo. Tratan de hacernos creer que una fundación como la de Undurraga, sin trayectoria ni personal ni domicilio conocido, es un proveedor serio de informes de coyuntura. Pretenden, en definitiva, faltarnos el respeto.

Incluso hay políticos, como Jovino Novoa, que sencillamente no están ni ahí con lo que la ciudadanía piense y no se molestan en ocultarlo. Se dan el lujo de mostrarse desafiantes, como si estuviesen fuera de nuestro alcance; más allá de la ley, de la ética y de la justicia. Como si fueran semidioses.

Esas actitudes evidencian, qué duda cabe, un desprecio absoluto por la ciudadanía de parte de quienes las manifiestan. Una total carencia de consideración. Nos basurean olímpicamente. Consideran que no estamos a su altura. Les da lo mismo lo que pensemos, porque seguramente nos creen incapaces de razonar. Asumen que no estamos en condiciones de discernir si existe o no el viejo pascuero o si las guaguas vienen o no de París. A ese nivel.

No solo eso. Dichas actitudes reflejan, además, una enorme cobardía. Fíjese que solo uno de entre todos los políticos implicados, que son muchos, ha salido a poner el pecho ante las balas. Solo uno: Moreira. Todos los demás se han escondido tras silencios inaceptables y justificaciones inadmisibles. Ninguno se ha atrevido a dar la cara. Han sido incapaces de obrar como la gente íntegra, como lo hacen los hombres y mujeres de honor: reconociendo sus errores y asumiendo las consecuencias de ellos. Todos los demás, incluyendo a algunas de nuestras más altas autoridades.

Así que en eso estamos, amigo lector, con un sistema haciendo agua por todas partes y con políticos que no están a la altura, porque son unos cobardes y además no dudan en faltarnos el respeto de la manera más grosera. ¿No le parece terrorífico?

UNA GRAN OPORTUNIDAD

Aún en escenarios como el descrito, donde los actores están muy lejos de dar el ancho y las confianzas se están yendo al suelo, amenazando con arrastrar consigo a toda la estructura político-económica del país; aún en casos tan críticos como este, donde la institucionalidad completa parece estar en riesgo de colapsar, existen oportunidades. El informe final del “Consejo Asesor contra los conflictos de interés, el tráfico de influencia y la corrupción” es una de ellas.

Me explico. Quienes conforman el Consejo deben tener muy presente que, por mucho que las comisiones (o Consejos, como prefiera usted llamarles) sean organismos “apéndices”, esto es poco más que inútiles (la evidencia histórica es irrefutable al respecto), y por mucho que la intención del Gobierno haya sido utilizarlos como cortina de humo, como una simple tapadera, ellos pueden ser los protagonistas de una instancia señera en la historia del país.

En efecto, si el Consejo, independientemente de lo que se le haya solicitado, es capaz de ir al hueso en materia de corrupción; si se atreve a desnudar todas nuestras falencias, le guste a quien le guste; si propone medidas efectivas, por incómodas que estas sean para quienes detentan el poder; si toca todos los temas que deben ser considerados, por conflictivos que resulten; su informe final quedará como una impronta, grabado a fuego en la opinión pública, y la extirpación de tan dañina plaga habrá comenzado. Habremos dado, en tal circunstancia, un paso enorme en procura de mejorar nuestro sistema político y perfeccionar nuestras instituciones. Los cambios imprescindibles quedarán, por fin, formalmente expuestos y a la vista de todos. Tendremos el guión de la película claro, y nos faltará solo el cineasta que se encargue de filmarla. Dependerá entonces de nosotros, de la opinión pública, del periodismo independiente, presionar para que lo que allí se proponga, primero, no se olvide (¿conoce usted una entelequia más frágil que la memoria de los políticos?) y, segundo, se lleve a la práctica en el plazo más breve posible.

Por el contrario, si el Consejo no está a la altura; si a la hora de su informe final pesa la autocensura o la censura previa; si hay temas relevantes que, por no pisar callos, se omiten; si cede a las presiones (que las habrá, no le quepa duda; a nadie le gusta que le refrieguen en la cara verdades incómodas) y elabora un análisis incompleto, superficial y acomodaticio; si le quita, como se dice coloquialmente, “el trasero a la jeringa”, esa gran oportunidad que se nos presenta se transformará en una gran oportunidad perdida. Tal como en el 2006. Aunque, eso sí, ahora lo hará frente a un público mucho más atento, más exigente y, también, mucho más inclemente.

De manera que la inquietud es muy pertinente: ¿qué ocurrirá con el informe final que el Consejo emitirá en los próximos días? ¿Será tan prescindible y poco apreciado como el que generó su antecesor? ¿O se situará como la indispensable referencia que necesitamos para enfrentar, de una vez por todas, esa corrupción que está enquistada hasta la médula en nuestras instituciones? ¿Irá a parar al cesto de la basura, o se convertirá en la check list que utilizaremos en el combate que, ahora sí, emprenderemos contra tan despreciable flagelo? ¿Cuál será la respuesta correcta a tales interrogantes?

Ello dependerá, como es evidente, del contenido del informe.

LOS CONTENIDOS MÍNIMOS

Convengamos en que la lista de materias que pueden incluirse en el informe final del Consejo es muy extensa. Las formas en que puede manifestarse el flagelo de la corrupción en una sociedad son muchas. Demasiadas, tal vez. Hay, sin embargo, algunos contenidos mínimos que no pueden soslayarse u obviarse, ya que su omisión, por las razones que sea, invalida el informe completo. Es como si en un tratado de Derecho, se excluyera todo lo concerniente a Derecho Civil y Penal. ¿Qué diría Ena von Baer de un tratado así? Justamente, que vale callampa (en beneficio de Ena, recuerde que esta expresión proviene del antiguo flipper). Lo mismo reza para el informe final del Consejo.

¿Y cuáles son, en este caso, esos contenidos mínimos? Pues, se los detallo a continuación:

- Una propuesta de declaración de principios en materia de corrupción;

- Un completo diagnóstico, incluyendo una definición del estándar que se pretende lograr en materia de corrupción, una descripción lo más detallada posible de la situación actual de Chile al respecto, y un exhaustivo análisis de las causas que originan tan despreciable fenómeno.

-La proposición final del Consejo respecto de cómo, a partir del escenario actual y respetando los principios declarados, se logrará alcanzar el estándar definido, controlando de paso todos los mecanismos mediante los cuales la corrupción se manifiesta.

LOS PRINCIPIOS

Lo primero que debe abordar el informe final del Consejo, antes de cualquiera otra consideración, es su propuesta de Declaración de Principios en materia de corrupción. Los principios son los fundamentos que sustentan las acciones humanas; son los pilares sobre los cuales estas se fortalecen y desarrollan. Si ellos no están presentes, lo que viene a continuación es solo una serie de medidas inconexas y carentes de respaldo. Omitirlos es como construir un edificio sin cimientos, o como elaborar una Constitución excluyendo de ella el capítulo I, Bases de la Institucionalidad. Son, pues, imprescindibles.

Y, ¿cuáles deberían ser, en este caso, esos principios? Al menos, los siguientes:

- Probidad absoluta;

- Transparencia total;

- Tolerancia cero;

- Sanción ejemplar.

Me referiré brevemente a cada uno de ellos.

PROBIDAD ABSOLUTA

El estándar de probidad que deberíamos exigirles a todos quienes ocupan cargos políticos y administrativos relevantes ―presidente, parlamentarios, ministros, subsecretarios, intendentes, gobernadores, jefes de servicios y algún otro por ahí― tendría que ser muy elevado. Debería considerar, a mi juicio, a lo menos las siguientes exigencias: no tener compromisos incumplidos pendientes; no haber usado, o intentado usar, recursos públicos en beneficio propio; y no haber sido declarado culpable por algún delito.

Respecto de los compromisos, el punto es más que claro: nadie está libre de hacer malos negocios o de caer en la insolvencia. La vida suele ser muy dura en ocasiones. Pero debería ser prerrequisito insoslayable para ocupar un cargo público destacado, no arrastrar documentos protestados, contratos incumplidos o imposiciones impagas. Si alguien está en este caso y le es imposible contrariar su vocación de servicio público, que primero solucione sus inconvenientes y después entre a la arena política. ¿No le parece?

Respecto de los recursos públicos, el asunto debería ser mucho más radical: si alguien metió, mete, o intenta meter, las manos una vez, aunque sea una sola, en el erario público, sea en beneficio propio, de sus compinches o de alguna sociedad relacionada, ese alguien debe recibir tarjeta roja directa in sæcula sæculorum. Para la casa sin atenuantes. Alguien que llega al servicio público no para servir a los demás sino para servirse de ellos, no puede tener segundas oportunidades.

Y en relación con los delitos, digámoslo con todas sus letras: todo el mundo tiene derecho a las segundas oportunidades, a la rehabilitación, a volver a empezar, pero no en cargos políticos relevantes. Se supone que a ellos debieran llegar los mejores, los seleccionados, los que han sido capaces de superar impolutos las duras pruebas que nos presenta la vida. La verdad es que perfectamente podemos deambular por la existencia sin cometer delitos. ¿Usted robó, estafó, defraudó, usó recursos públicos en beneficio propio, y fue condenado por ello (incluso con pena remitida o juicio abreviado)? Rehaga pues su vida, pero aléjese de la política para siempre.

Con un estándar así, ni le cuento cómo se reducirían nuestros niveles de corrupción. De partida, varios de los próceres que hoy ocupan altos cargos en la estructura estatal, los perderían. Algunos parlamentarios y jefes de Servicios, por ejemplo. Y habría, se lo doy firmado, eventuales candidatos presidenciales que saldrían del ruedo, ante la certeza de que su postulación conllevaría aclarar a fondo hechos corruptos en los que habrían tenido participación.

En materia de probidad, más que en ninguna otra quizás, debemos ser drásticos, radicales y tajantes, y es de esperar que así lo entienda el Consejo y elabore sus informes en consecuencia.

TRANSPARENCIA TOTAL

La transparencia total es un requisito sine qua non para combatir la corrupción. Si no está presente en un sistema político, este inevitablemente se corromperá. Tal como ocurre hoy en Chile.

Conspiran contra este principio, por ejemplo, las facultades que otorga, en materia de investigación de delitos, el Código Tributario al SII, ya que dejan en manos de una instancia política decisiones que deberían estar entregadas de manera exclusiva a la Fiscalía. Eso explica, por ejemplo, que en la arista Soquimich no tengamos a la fecha claridad acerca de quiénes son todos los políticos involucrados, como también el que desconozcamos cuántas aristas adicionales existen.

Además hay varias omisiones en nuestra institucionalidad que van en contra del mencionado principio. Solo a modo de ejemplo mencionaré la carencia de rango constitucional del derecho ciudadano a requerir información, o la imposibilidad de indagar el contenido detallado de las partidas presupuestarias. Lo concreto, no obstante, es que el Consejo debería identificar todas nuestras limitaciones al respecto y proponer las medidas necesarias, por extremas que parezcan, para corregirlas.

TOLERANCIA CERO

Este principio es la base de todo: nuestra capacidad de aguante frente a la corrupción debe ser nula. No debemos tolerar ni siquiera un asomo del flagelo. Ni el más mínimo. Un peso y ¡tac!, cae la guillotina. Algo como lo que propone, con total descaro, Jovino Novoa por ejemplo –quienes cometieron delitos trabajando por financiar a un partido, no deben ser sancionados–, es inaceptable. No tiene presentación. Que Jovino Novoa se haya atrevido siquiera a efectuar un planteamiento así, nos da una idea de lo mal que estamos en la materia. Es de esperar que el Consejo tome nota y nos proponga las soluciones adecuadas.

SANCIÓN EJEMPLAR

La impunidad es uno de los principales alicientes para la corrupción. Si uno sabe que, haga lo que haga, no recibirá castigo, de seguro incurrirá en conductas corruptas apenas se dé la ocasión. Por consiguiente, deben existir sanciones para ellas y estas deben ser drásticas. La pérdida de los cargos debe ser inmediata, por muy altos que ellos sean. Todos los actos corruptos deberían ser considerados delitos, en lo posible con pena de presidio efectivo.

LOS MECANISMOS DE LA CORRUPCIÓN

Es primordial, desde luego, que el Consejo no omita ninguno de los complejos artificios mediante los cuales la corrupción se manifiesta y nos proponga soluciones para cada uno de ellos. En particular, dicha instancia debería considerar al menos los siguientes:

-El tráfico de información e influencias (el caso Caval);

-La defraudación al Estado y a los accionistas minoritarios de las sociedades anónimas (entre ellos, y en forma destacada, los Fondos de Pensiones) con el propósito de obtener beneficios políticos impropios (los casos Penta, Soquimich y todos los que deberían destaparse a continuación);

-El financiamiento electoral por parte de las empresas (¿debe permitirse, o debe prohibirse porque inevitablemente generará corrupción?; ¿no es acaso inconstitucional obligar a los accionistas minoritarios a financiar campañas de candidatos que no los representan?);

- La malversación de fondos públicos (los casos MOP-Gate y sobresueldos ―cuyos efectos se manifiestan hasta hoy en las vergonzosas e injustificadas dietas que reciben nuestros parlamentarios―, las cartas de Guido Girardi, las asesorías truchas de Claudia Nogueira, los empleos brujos de Quillota, Chile Deportes, los falsos exonerados, el pago de sobreprecios varios en adquisiciones de bienes por parte del aparato público, las aulas de Ricardo Lagos, los ferrocarriles españoles, las compras de armas, el desmalezado de Ventanas y un larguísimo etcétera);

-El cohecho (¿por qué razón, dígame usted, una empresa como Soquimich estaría dispuesta a financiar a los enemigos políticos de sus controladores?; ¿a cambio de qué?; ¿solo por solidaridad?; ¿por un inconmensurable afecto a la política?; ¿por amor al prójimo?; ¿qué recibe a cambio?);

-El obsequio de bienes fiscales a privados (los minerales, los recursos pesqueros –la ley Longueira–), las privatizaciones de la dictadura, los créditos Corfo-BID, etc.).

Finalmente, hay tres temas que, dada su relevancia, ameritan una reflexión más detenida:

EL NARCOTRÁFICO

¿Existe alguna duda de que el narcotráfico es uno de los focos más temibles de corrupción? Si es cosa de revisar lo ocurrido en algunos países de nuestro hemisferio, para comprobar los extremos a los que puede llegar su perniciosa influencia. Incluso en nuestro país, ya hay claras muestras de su accionar. Hay zonas prohibidas en algunos sectores de la capital, a las que ni siquiera accede la policía. Son frecuentes los fuegos de artificio que, a vista y paciencia de todo el mundo, avisan a los eventuales interesados de la llegada de algún cargamento. Quienes están relacionados con el mundo de los remates judiciales (automóviles y bienes raíces), aseguran que este está completamente dominado por las mafias de la droga. Y así sucesivamente.

No se le ha visto, no obstante, mencionado en la nutrida discusión pública que hemos tenido acerca del mencionado flagelo. Sin embargo, dada su relevancia y el enorme peligro que reviste, por ejemplo, que existan adictos en la administración pública (en especial en cargos de relevancia), parece indispensable que el Congreso lo considere en toda su dimensión en sus informes. ¿Cómo? Con medidas como las siguientes:

-Hacer obligatorio un examen periódico de detección de drogas (el más efectivo que exista), para todos quienes forman parte del Estado, ya sea como personal de planta, a contrata o a honorarios.

-Establecer como requisito para hacer negocios con el Estado, que los representantes legales y socios mayoritarios de las empresas en cuestión se sometan también al mencionado examen.

-Medidas como estas no eliminarán la amenaza de la droga, pero dificultarán que ella se manifieste en la estructura estatal. El Consejo puede optar por alguna de ellas u otras, pero lo que no puede hacer, es no considerar el narcotráfico en su informe.

LOS CARGOS POLÍTICOS

Aquí tiene usted una de las fuentes más copiosas de corrupción: la enorme cantidad de cargos del aparato público puestos a disposición de las coaliciones ganadoras tras cada elección. Fíjese que al 2013 las personas contratadas a honorarios en la administración pública sumaban 35.813, de las cuales 23.612 lo estaban a jornada completa (leyó bien: personas contratadas a honorarios a jornada completa). Además, el personal a contrata sumaba 131.705 funcionarios.

Con semejantes cifras disponibles, el campo para ejecutar el acto corrupto de contratar innecesariamente parientes, amigos y correligionarios es gigantesco. Enorme. ¿Se imagina usted cuántos miles de millones de pesos al año son defraudados al Estado mediante pagos a personas que se desempeñan en el sector público solo por razones de parentesco, amistad o cercanía política? Para tener una idea, multiplique los 23.612 cargos de jornada completa por un honorario promedio estimado de, por ejemplo, $ 3.000.000, y siéntese para mirar el resultado, porque le será difícil resistir la impresión de pie.

No creo equivocarme si aseguro que esta, que se ejecuta a vista y paciencia de todos nosotros, es por lejos la mayor fuente de corrupción que hoy existe en nuestro país.

Está además el problema del conflicto de intereses implícito. Las personas que llegan desde el sector privado a ocupar cargos públicos arrastran, inevitablemente, sus relaciones pasadas con ellos. Por esa razón, en los países desarrollados la tendencia es a reducir al máximo los cargos políticos, restringiéndolos solo a lo indispensable.

¿Cómo se reduciría la corrupción procedente de esta fuente? Primero, reduciendo el número de cargos políticos. Las coaliciones ganadoras deberían tener a su disposición una cantidad muy limitada de ellos. Presidente, ministros, subsecretarios, unos pocos asesores y pare de contar. Los intendentes y gobernadores deberían provenir de elección popular. Los jefes de servicios y de divisiones, los embajadores y los seremis, deberían provenir de la misma administración pública, con un requisito de permanencia previa, por ejemplo, de cinco años (para minimizar el conflicto de intereses). La institución de los contratos a honorarios debería ser eliminada, reemplazándola por instancias técnicas especializadas puestas a disposición de todo el aparato público. Y si fuese indispensable contratar a alguien a honorarios, debería ser prerrequisito un concurso público absolutamente transparente.

Esperemos que el Consejo considere como corresponde en su informe este crucial tema.

EL ACTO MÁS CORRUPTO

Y, como corresponde, dejé para el final al peor de todos, a la guinda de la torta, al acto más corrupto. ¿Cuál es? Pues, es aquel que se comete cuando todos los políticos se ponen de acuerdo y generan normas y mecanismos destinados a hacer borrón y cuenta nueva; a tapar sus acciones ilícitas e ilegales para no tener que responder por ellas; a cubrir para siempre sus felonías, chanchullos y eventuales delitos. Es el acto más corrupto, el peor de todos, porque es la clase política completa la que aprovecha su posición de poder para abusar de la ciudadanía, para ponernos el pie encima, para hacernos ver que nuestros derechos son en verdad irrelevantes, porque basta con que ellos se pongan de acuerdo y pueden conculcarlos sin dificultad alguna.

Es cuando las papas queman, cuando se ve la fortaleza de las instituciones. ¿Están ellas a merced de los políticos en el Chile de hoy? ¿Es factible tan ominoso, abyecto y despreciable acuerdo? ¿Es posible pasar a llevar olímpicamente a la justicia? ¿Se puede, en el Chile de hoy, trasgredir impunemente todos los principios éticos y morales que deberían regir el accionar de nuestros servidores públicos? Ricardo Lagos y Pablo Longueira ya nos demostraron que se podía, allá por el 2002. Ellos lideraron uno de los acuerdos de impunidad más vergonzosos que han existido en nuestra historia. ¿Repetirá algo semejante Michelle Bachelet? ¿Se atreverá a intentarlo?

Habrá que verlo, y habrá que ver también cómo responde nuestra recién empoderada sociedad cuando ello ocurra. Mientras tanto, esperaremos la propuesta que nos efectuará el Consejo acerca de cómo nos aseguraremos de que un acto así, tan ruin, abusivo y despreciable, nunca más vuelva a repetirse.



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