21 Abril 2014

El toro por las astas

Por Daniel Sepúlveda Arquitecto de la Universidad Católica publicado en El Mostrador el 21 abril 2014.

Apenas ocurrido el incendio de Valparaíso surgieron voces de especialistas que situaron la causa principal de la tragedia en los asentamientos irregulares y el crecimiento informal de la ciudad. A aquellos que seguían el desastre por los medios, se les presentaba la imagen de Neruda de unos “cerros que sorprendió la vida sin alcanzar a peinarse, ni terminar de vestirse y camisetas desvalidas colgando en ventanas harapientas”, e imaginaban la zona siniestrada como una gran favela ardiendo en las laderas porteñas. Las cifras parecían confirmarlo, el Gran Valparaíso es la ciudad que más asentamientos precarios concentra.

Pero los escasos 100 kilómetros que los separaban de los hechos, eran suficientes para que en la capital tuvieran una óptica equivocada de las cosas. Quienes miraban las cifras olvidaban atender que en su mayoría los campamentos no se encuentran en la comuna puerto, sino en su vecina Viña del Mar y los primeros datos comenzaron a mostrar que no más del 20% de las viviendas siniestradas estaban en situación irregular. Lo que ardió no era una favela, sino barrios consolidados de la ciudad, como podría ser cualquier comuna pericentral de Santiago, donde gran parte contaba con inscripción de propiedad y permiso de edificación.

Si bien es verdad que el Estado chileno ha venido entregando por décadas títulos de dominio a familias que se instalan ilegalmente fuera de toda planificación y es cierto que los alcaldes porteños han terminado por ceder ante estos hechos, ayudado a consolidar barrios completos en zonas de riesgo, no es menos cierto que todo eso no fue la causa de que ardiera casi un cuarto de la ciudad, sino que constituye un ingrediente secundario del problema.

Si, en lugar de las casas con ventanas harapientas, hubiese estado el más orgulloso de los barrios altos de Santiago emplazado en el Cerro Las Cañas, su destino también habría sido convertirse en un infierno, ardiendo a más de 1.500 grados de temperatura. ¿Cuál es entonces la verdadera causa y qué hemos hecho mal para que llegara a ocurrir.

Las causas del siniestro fueron fundamentalmente dos: la primera es que el Gran Valparaíso se encuentra rodeado de una gran ruina ambiental y en ella se originó y se hizo incontrolable el gran incendio. La explotación forestal, fomentada a partir de 1940 por el Estado, fue reemplazando una vegetación nativa –achaparrada y menos pirogénica– por pinos y eucaliptus, cuya naturaleza es quemarse para fortalecerse. Todo un sistema de corredores biológicos de rica biodiversidad que nacen de la Cordillera de la Costa y se descuelgan hasta el litoral, ha sido brutalmente alterado y reemplazado por grandes concentraciones de masa vegetal pirogénica. La segunda razón es que las quebradas de Valparaíso y de su territorio circundante, poseen un carácter eruptivo como consecuencia de su condición estructural. Se trata de verdaderas chimeneas naturales.

Particularmente, en aquellas quebradas que tienen una pendiente mayor al 30%, cualquiera sea el origen del fuego, una vez iniciado, éste se convierte en incontrolable. El aumento de temperatura del aire genera los cambios de presión necesarios para acelerar el viento y alimentar el fuego con más oxígeno, produciéndose un círculo infernal en que el fuego alimenta el viento y el viento aumenta el fuego. El primer registro visual de un incendio en Valparaíso, hecho por Rugendas en 1844, muestra cómo se inflama la quebrada del Almendro –actual calle Urriola– . Tal vez de esta condición de las quebradas porteñas viene el nombre con el cual los changos aborígenes llamaban a esta zona: Alimapu –tierra quemada–.

Por cierto, que los microbasurales, la precariedad de la edificación y la estrechez de las calles empeoraron las cosas, pero no radica en ellas la razón principal de haber tenido un incendio semejante.

En definitiva, en cada uno de los ámbitos que saltan a la luz con este incendio, como en los muchos problemas que enfrenta el desarrollo urbano, siempre chocamos con el mismo muro: el Estado chileno ha abandonado su rol de dirigir el desarrollo de nuestras ciudades y se ha limitado a establecer escuálidas facultades para regular. Ha primado una visión burocratizante, centralista y legalista que ha puesto siempre el bien privado por encima del bien público. Los ministros han recibido con entusiasmo a los lobbistas que representan intereses inmobiliarios y especulativos.

Pero si la primera causa estaría en el medio ambiente del área rural y la segunda en una condición estructural de la topografía, ¿quiere decir que las autoridades y los planificadores urbanos no tenían nada que hacer?, ¿que el incendio era inevitable y tenían que conformarse con asistir al horroroso espectáculo de brazos cruzados? ¡Definitivamente la respuesta es NO! La tarea de los planificadores es hacerse cargo del territorio con las condiciones que éste tenga y establecer las medidas que permitan gestionarlo. El problema es que en Chile, por imperio de la ley, los planificadores no hacen eso, sino que se limitan a establecer limitadas regulaciones.

Los planes reguladores comunales sólo pueden actuar en zonas urbanas, a pesar de las facultades que la ley consagra al municipio sobre todo el territorio comunal. Y los Planes reguladores intercomunales, en zonas de extensión urbana. El área rural, por tanto, no es objeto de planificación. Pero, aunque lo fuese, estos instrumentos tienen facultades para dictar sólo 17 normas urbanísticas, asociadas al uso y las condiciones de edificación y subdivisión del suelo. No pueden regular aspectos de la vegetación, el paisaje y el medio ambiente. En esta materia, el Estado chileno ha renunciado a hacerse cargo de las ruinas ambientales que amenazan a las ciudades chilenas desde su entorno inmediato.

La posibilidad de proteger las quebradas eruptivas tampoco existe. En primer lugar porque, en materia de riesgo, en la ley no existe la categoría de “zona de riesgo de incendio”. Y si ella existiera, al igual que en los otros riesgos que sí contempla la legislación, bastaría con presentar un informe especializado para levantar toda restricción. En este aspecto, el Estado, temiendo gravar injustamente a los propietarios del suelo, ha renunciado a actuar en forma decidida en su obligación de proteger a la ciudadanía.

Pero si el Estado se diera seriamente las facultades de restringir el uso de las quebradas porteñas por riesgo de incendio, tampoco sería suficiente, pues la mera prohibición al uso no garantiza que ellas no sean abandonadas, ni impide que se conviertan en microbasurales, se plante vegetación pirogénica y sigan siendo un peligro latente.

Es necesario contar con algo más que instrumentos puramente regulatorios, es necesario planes de proyectos que vinculen obras. No importa si estas son públicas o privadas, pero es necesario contar con instrumentos que garanticen que en ellas existan reservorios de agua y que haya un manejo y gestión que reconozca su naturaleza eruptiva. Es, en definitiva, necesario que el Estado salga de la trinchera de la mera regulación, que se autoimpuso desde 1985, y tome un papel rector del desarrollo urbano, ejerciendo una verdadera planificación y gestión.

Si hubiese que establecer una tercera causa de la tragedia, esta sería que los cerros de Valparaíso carecen de una trama vial estructurante, lo que imposibilita cualquier evacuación y acceso de carros bomba. Consolidar esa red significaría no sólo mucho dinero para obras, sino también la necesidad de realizar expropiaciones. Pero la facultad para expropiar se encuentra seriamente debilitada desde que se estableció un plazo de caducidad a las declaratorias de utilidad pública viales. Por otro lado, las normas técnicas de diseño de vialidad urbana, como siempre en Chile han sido pensadas para Quillota (o, como diría Lukas, para Santiago, que es la más grande de las Quillotas), son muy difíciles de cumplir en los cerros porteños sin incurrir en costos millonarios.

Si las hubiera tenido que aplicar Vivaceta cuando trazó el Camino de Cintura o Lautaro Rosas cuando ordenó hacer lo propio con la Avenida Alemania y calle Baquedano, estas obras no habrían podido construirse. En esta materia indelegable, el Estado se ha puesto cortapisas para no cumplir su obligación y persisten ordenamientos administrativos obsoletos sin destino, que no permiten resolver el asunto. Son varios cientos de miles de millones los recursos necesarios para construir los proyectos viales del Gran Valparaíso, que esperan su ejecución, muchos cuentan con diseños terminados. Pero la vialidad urbana está a cargo del Ministerio de Vivienda y Urbanismo, cuyo presupuesto se ve presionado por innumerables requerimientos sociales de vivienda y barrio. Mientras, el Ministerio de Obras Públicas se hace cargo sólo de vialidades en el ámbito rural. ¿No sería más sensato que, en lugar de dividirse entre el mundo rural y el urbano, la segunda de estas reparticiones se encargue de toda la red vial estructurante, y la primera, de las pavimentaciones locales y de servicio?

En definitiva, en cada uno de los ámbitos que saltan a la luz con este incendio, como en los muchos problemas que enfrenta el desarrollo urbano, siempre chocamos con el mismo muro: el Estado chileno ha abandonado su rol de dirigir el desarrollo de nuestras ciudades y se ha limitado a establecer escuálidas facultades para regular. Ha primado una visión burocratizante, centralista y legalista que ha puesto siempre el bien privado por encima del bien público. Los ministros han recibido con entusiasmo a los lobbistas que representan intereses inmobiliarios y especulativos. En aras de garantizar la “certeza jurídica” de los proyectos, cuando las comunidades se han puesto excesivamente celosas defendiendo los barrios, el medio ambiente o el patrimonio, se ha optado siempre por restringir facultades a los planes reguladores y concentrarlas en la Ordenanza General de Urbanismo y Construcciones para tener una sola norma de alcance nacional. Cuando la Contraloría ha objetado un instrumento de planificación por excederse en sus facultades, en lugar de tramitar la creación de facultades necesarias para contar con buenos planes, no se ha dudado en cercenar los instrumentos.

Cuando han surgido dudas de aplicación de una norma, se ha optado por el legalismo y no por buscar el modo de cumplir el objetivo urbano-territorial buscado. Cuando ha habido que atender diferencias territoriales, las regiones se han tenido que adecuar a la realidad de la capital, sin importar que negaran su naturaleza. En las últimas décadas se ha entendido el acto de planificar como el de restringir al propietario y, por lo tanto, como una acción que debe hacerse con suma cautela, en el estricto marco de las facultades de los órganos del Estado, entendidas en su alcance más restrictivo y descartando como “expropiatoria” cualquier iniciativa que busque proteger el interés colectivo. Jamás se ha optado por la interpretación jurídica contraria. Es decir, que sin la planificación, el propietario del suelo no podría hacer todo aquello que el planificador le permite y, en consecuencia, es consustancial al rol del Estado establecer el alcance del derecho a disponer de los bienes inmuebles.

 

En ese ámbito de cosas radica la verdadera causa de haber tenido un infierno en nuestra ciudad Patrimonio Mundial y, si no tomamos el toro por las astas, nada nos garantiza que en cinco años más no tengamos otro igual.



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