16 Noviembre 2006

Festín y epílogo

Columna de opinión de Cristián Warnken, publicada en diario El Mercurio el 16 de noviembre de 2006.

Columna de opinión de Cristián Warnken, publicada en diario El Mercurio el 16 de noviembre de 2006. En la foto René Char. Decenas de rostros de jóvenes se cruzan en mi memoria, que parecen mirar de frente a los que hoy se esconden en las alcantarillas del poder, camarilla del reparto y del botín. René Char fue uno de los miles de "maquis", partisanos franceses que arriesgaron su vida y se man-charon con la sangre de otros hombres para defender la libertad de Francia durante la ocupación alemana. "Hojas de hipnos" es uno de los libros más radicales de la poesía francesa del siglo XX: radical no porque describa o relate en forma realista la dura cotidianidad de los combates, sino porque es capaz de sostener una palabra poética lúcida y depurada en un momento en que la destrucción y la devastación sólo invitaban al silencio o al grito. Con ese puñado de fragmentos sobrevivientes a las ruinas, Char demostró que no hay que abdicar de la belleza cuando todo arde alrededor y se precipita en la catástrofe. Char combatió cuerpo a cuerpo, luchó codo a codo con la muerte y la desesperanza, pero jamás traficó con sus experiencias, nunca cedió a la tentación de transformarlas en retórica, en poesía militante, en discurso autocompasivo. Cuántos, con muchos menos sufrimientos y horas de combate, terminan administrando para el resto de sus vidas leyendas heroicas abultadas, y se instalan en el poder alimentándose de la sangre de los verdaderos héroes, siempre más austeros y pudorosos. De hecho, una vez terminada la Segunda Guerra, Char se autoexilió en su ciudad natal, cultivando un bajo perfil, lejos de toda negociación política, asqueado por los oportunistas que, a lo largo de la historia, terminan por ocupar el escenario una vez que se ha consumado la victoria, para llevar a cabo el baile de máscaras que siempre sucede a la toma de la Bastilla o al asalto del Palacio de Invierno. Char vio cómo, muy rápidamente, lo que había sido una gesta generacional (la de abrazar el combate sin cálculos ni condiciones) se transformaba en el carnaval de la repartija de cargos y de los honores de cartón piedra. Para Char, era fundamental guardar en la memoria la mirada limpia, el sacrificio de tantos resistentes que habían muerto en sus brazos o a su lado. Guardarla de ser contaminada por la pequeñez, por la avidez insaciable de los personajes palaciegos a los que Char jamás vio arriesgar el pellejo en las trincheras. La decepción de la posguerra fue total para Char: el orden construido por los ganadores auguraba peligros tanto o más devastadores que el del infierno utópico de los nacionalsocialistas. Char resumió en estos versos su desazón: "Ser del salto / y no del festín, su epílogo". Cómo resuenan en estos días esas palabras del resistente irreductible. Vivimos nuestro propio tiempo del festín y del epílogo. En la década de los 80 fuimos miles los que bajamos a la calle con una fe ciega en un futuro que creíamos estar inventando. No analizábamos nuestros gestos ni tomábamos decisiones desde la lógica del poder: nos entregábamos sin condiciones a una épica que en ese momento era puro salto. Son decenas de rostros de jóvenes que se cruzan en mi memoria, que parecen mirar de frente a los que hoy se esconden en las alcantarillas del poder, camarilla del reparto y del botín. Los rostros de tantos que se fueron -de Claudia, de Miguel, de José y muchos otros- interpelan, con la perplejidad y la incredulidad que se instala siempre en el rostro de las víctimas inocentes, los ojos turbios de los "operadores", de proxenetas que hacen facturas falsas, de funcionarios públicos que no se arrugan para llevarse al bolsillo el dinero de los que dieron sus vidas para que ellos se instalaran en el poder. Cruzamos el límite que separa la infancia de un ideal de su declinación. Ya no hay vuelta atrás. Los ojos de nuestros amigos muertos lloran en las fosas abiertas por los administradores del festín y del epílogo.



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